LA VIRGEN DEL ROSARIO

Fr. Manuel Santos Sánchez
Fr. Manuel Santos Sánchez
Convento de Santo Domingo, Oviedo
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  Los dominicos hemos heredado el rosario de nuestros mayores, de Santo Domingo y de tantos otros hermanos que desde el principio de la Orden predicaron y extendieron la devoción a la Virgen del Rosario. Hay una larga tradición iconográfica de Nuestra Señora dando el Rosario a Santo Domingo.


  Sabemos que la Virgen María, la Madre de Jesús y también nuestra Madre, no es más que una. Lo que sucede es que los fieles cristianos, a lo largo de la historia, la han adornado con muchas y variadas advocaciones. No se trata de hacer una guerra de “Vírgenes” y proclamar que “la mía”, “la de mi pueblo”, “la de mi Orden” es la mejor. Cuando hablamos de la Virgen siempre estamos hablando de la única Virgen María.


  Hoy, por ser su fiesta, nos toca referirnos a la Virgen del Rosario, a la que acudimos e imploramos en el rezo del rosario. En medio de la repetición del avemaría, el rosario busca que nos centremos en la persona de Jesús, en su nacimiento, vida, muerte y resurrección. Los cinco misterios gozosos, los cinco dolorosos, los cinco gloriosos y ahora también los cinco luminosos tienen como protagonista principal a Jesús, nuestro hermano mayor, nuestro gran amigo, nuestro salvador y redentor… a quien le hemos prometido: “Te seguiré donde quiera que vayas”. Pero hay que añadir inmediatamente que en todos estos misterios, es fácil comprobarlo, de manera directa o indirecta está presente la Virgen María. No es de extrañar que varios Papas hayan resaltado “la índole evangélica del rosario y su orientación profundamente cristológica”.


  Pero la Virgen no quiere que nos quedemos solo en contemplar e interiorizar los pasos, los avatares, los misterios de la vida de su Hijo y los suyos. Busca también que esos misterios contemplados los hagamos nuestros, sean también nuestros pasos, y seamos así “seguidores de Jesús” y buenos hijos del María. Siempre, también en el rezo del rosario, debemos estar dispuestos a oír lo que María dijo a los servidores de la boda de Caná, señalando a Jesús: “Haced lo que Él os diga”.


  María, como buena madre, sabe que una vida sin ilusión es un vivir sin vida. Ella tuvo la gran ilusión de dejar nacer en su seno a su Hijo Jesús. Pues bien, María nos brinda a todos nosotros, guardando las distancias, tener esa misma ilusión: dejar nacer en nuestro ser a Jesús, el Hijo de Dios y el Hijo de María. Ésa debe ser la gran ilusión de nuestra vida: dejar nacer a Jesús en nosotros. Dejar que nazca en nuestro corazón y se apodere de él para que amemos como Él ama y a todo lo que Él ama. Que nazca y se apodere de nuestro entendimiento y nuestros ojos para que veamos y juzguemos las cosas como Él las ve y juzga. Que se apodere y nazca en nuestros sentimientos para que podamos reaccionar siempre con los sentimientos de Jesús. Es decir, debemos realizar en nosotros ese proceso de continua cristificación al que nos anima San Pablo: “ya no soy yo quien vive, es Cristo quien vive en mí”. Que podemos explicitar: “ya no soy yo quien ama, es Cristo quien ama en mí, ya no soy yo quien perdona, quien se entrega, quien… es Cristo quien perdona, quien se entrega… en mí”. María, cuando nos acercamos a ella, en todo momento, también en el rezo del rosario, nos brinda su ilusión para que nos apropiemos de ella y vivamos la alegría que encierra.


  Esto mismo dice Benedicto XVI: “Contemplando en la Madre de Dios una existencia totalmente modelada por la Palabra, también nosotros nos sentimos llamados a entrar en el misterio de la fe, con la que Cristo viene a habitar en nuestra vida. San Ambrosio nos recuerda que todo cristiano que cree, concibe en cierto sentido y engendra al Verbo de Dios en sí mismo: si, en cuanto a la carne, sólo existe una Madre de Cristo, en cuanto a la fe, en cambio, Cristo es el fruto de todos. Así pues, todo lo que le sucedió a María puede sucedernos ahora a cualquiera de nosotros en la escucha de la Palabra y en la celebración de los sacramentos” (Verbum Domini 28).