VI DOMINGO DE PASCUA

«La palabra que estáis oyendo no es mía». Jesús, en su discurso de despedida en el cenáculo, quiere tener presente que su palabra es del Padre que lo envió. Pero no se queda ahí, sino que asevera que su palabra no se agotará cuando él no esté. Será el Espíritu Santo quien continúe la misión de recordar a la humanidad la palabra del Padre.

Desde entonces somos guiados por el Espíritu Santo. Con su acción se nos enseñará y recordará lo dicho por Jesús (cf. Jn 14,26), y así caminar con su ayuda «a través de los siglos hacia la plenitud de la verdad divina, hasta que se cumplan en ella plenamente las palabras de Dios» (DV 8). Esto está en sintonía con el significado de Paráclito en la lengua del Evangelio, griego koiné: ‘aquel que acompañaba y protegía’. El Espíritu estará con nosotros hasta la segunda venida de Cristo («Me voy y volveré a vosotros»), siendo este tiempo, el nuestro, el tiempo del Espíritu.

De esta manera, la propuesta de Jesús es relativamente sencilla: «El que me ama guardará mi palabra y mi Padre lo amará y vendremos a él y haremos morada en él». Al amar a Jesús, integramos su palabra y cumplimos su voluntad. Esta proposición supera los límites de las instituciones eclesiales o de las teologías de cualquier índole. Donde hay amor verdadero, allí morará Dios. Oraríamos, por tanto, con las palabras del Apóstol: «Que Cristo habite por la fe en nuestros corazones».

Por todo esto podemos afirmar, sin titubear, que la luz de Cristo como don del Espíritu será hoy nuestro guía; contemplaremos aquello que nos muestre con su reflejo. De este modo experimentamos la paz verdadera, siendo nuestra voluntad no andar a tientas en la obscuridad, temerosos de las sombras y amedrantados por cosas invisibles e irreales. En consecuencia, percibiremos la paz que Dios nos da, que no es como la del mundo, y así nuestro corazón no se turbará ni se acobardará (cf. Jn 14,27).

Ante las guerras externas e internas, podemos sentir que hay otra voluntad más allá de la de Dios. Sin fe, sin confianza, tenemos miedo, y la incertidumbre que esto provoca nos hace atacar, porque pensamos que nuestra seguridad divina se tambalea. Por eso, en dichos momentos, me y os propongo que pidamos a Dios diciendo: Permíteme percibir la realidad en conformidad con tu voluntad.