Solemnidad de Corpus Christi - El tesoro de la Iglesia

No se nos ha trasmitido que Jesús dijera en la última cena: Pensad esta idea, porque esta idea soy yo. Sino que en el Evangelio de Marcos se nos presentan estas palabras de Jesús: Comed este pan, que es mi cuerpo; bebed este vino, que es mi sangre. (Mc 14, 22-24). Una diferencia, que puede parecer obvia, pero que no lo fue tanto para mí. Porque no quería asimilar lo que escuchaba de los creyentes: que si sacrificio por todos, que si es un entrega total por amor, etc. Eran frases que me parecían muy lejanas.

Me fue mucha más fácil constreñir a Jesús como a un Maestro, como a una persona que decía cosas interesantes, que era bueno, y que eso de amarnos los unos a los otros sonaba bien. Yo no lo sabía en ese momento, pero eso solo significaba una cosa: Miedo. Miedo a vislumbrar en esas frases un compromiso a cambiar, a convertirme. Un cambio que arruinaría mi comodidad, en la que yo vivía muy tranquilo.

Sin embargo, el propio misterio de la última cena me atrapó. Comencé a reconocer el encuentro personal amoroso de Jesús para con la humanidad. En mi vida se sucedían pequeños momentos en los que debía elegir si amar o no, en los que ser un cretino era una elección, en los que me sacrificaba por aquellos a quienes quería, etc., y era en el dolor, en la oscuridad, cuando más libre me sentía para amar. Cuando todo está perfecto y va genial, todos somos amigos de todos, pero cuando la flaqueza humana aparece y llega el dolor, son pocos los que se quedan al lado de la persona herida para amarle.

Fijémonos pues cuanto amor ha de tener alguien para entregarse por toda la debilidad humana, por la mía, por la tuya. Pues ese es Jesús. Desde el arameo incluso se acentúa más el carácter de entrega total del ser humano y divino de Jesús. Como afirmaría Gerardo Sánchez Mielgo O.P., podría traducirse la fórmula consagratoria por: Esto que ahora tengo entre mis manos en adelante seré yo mismo en totalidad. Yo mismo presencializado en el Pan y en el Vino. Por consiguiente, no es una parte de su ser lo que se nos entrega, es todo Él.

Por eso cuando celebramos su memoria en la Eucaristía, participamos de un encuentro personal con Él. No es una conmemoración neutra, sino que es una experiencia que nos urge a caminar y a recordar que él está con nosotros hasta el fin del mundo (cf. Mt 28, 20). La Eucaristía se convierte entonces en un tesoro para la Iglesia, ya que es una herencia que el mismo Jesús le legó, aseverando junto con Santo Tomas de Aquino que “no hay ningún sacramento más saludable que éste, pues por él se borran los pecados, se aumentan las virtudes y se nutre el alma con la abundancia de todos los dones espirituales.”

San Alberto Hurtado, en su libro “La Búsqueda de Dios”, nos recuerda dos aspectos que podemos sentir en nuestras vidas tras la Eucaristía. El primero es que el hombre se diviniza, es asimilado por Dios que lo posee, pudiendo decir como San Pablo, ya no vivo yo, Cristo vive en mí (Gal 2, 20), y el segundo remarca también esa unión en la caridad, gracias a la plegaria de Cristo, que pide al Padre que seamos consumados en la unidad (Jn 17, 23) al realizarse el sacrificio eucarístico. Por consiguiente deberíamos vivir nuestros días como Cristo, siendo testigos de Cristo también para los demás. Grabándonos a fuego que como escucharemos en la antífona de comunión de este domingo, el que come mi carne y bebe mi sangre habita en mí y yo en él -dice el Señor-. (Jn 6, 57)