Martín de Porres, un buen samaritano

Fr. Joel Alfonso Chiquinta Vílchez
Fr. Joel Alfonso Chiquinta Vílchez
Convento de S. Alberto, Perú.

 

    Al recordar a Martín de Porres vienen a nuestras mentes la estampita de un santo mulato afroamericano, vestido de blanco y negro como todo dominico, con una escoba en la mano y bajo sus pies, comiendo del mismo plato, perro, pericote y gato. Es realmente inconfundible entre los santos, aunque siguió el mismo camino de todos ellos. Todos, en efecto, imitan al mismo Jesús que nos invitó a actuar en favor de nuestro prójimo, y para ello les contó a sus discípulos una parábola, la del Buen Samaritano. En efecto, hay muchas razones por las que Martín fue también un Buen Samaritano…

         «Un hombre de Samaria que viajaba por el mismo camino, le vio y sintió compasión de él. Se le acercó, le curó las heridas con aceite y vendó. Luego lo montó en su propia cabalgadura, lo llevó a una posada y cuidó de él…» (Lc 10,33-34).

    Conocemos muy bien la historia. Sabemos que, tras ver el cuerpo del hombre asaltado por unos bandidos, tanto el sacerdote como el Maestro de la Ley pasaron de largo. Se supone que, en primer lugar, ambos personajes se constituían como imitadores de la voluntad de Dios y actuaron según su juicio. Jesús, en cambio, pone de ejemplo a un samaritano, odiado por los judíos por haberse contagiado de otras tradiciones paganas. Muchas veces no esperamos ejemplos de vida en aquellos que vemos como enemigos o diferentes. La vida de Martín de Porres da fe de ello. Él también vivía con sacerdotes, y por qué no decir, con muchos frailes que eran muy buenos intérpretes de las Sagradas Escrituras y de las letras; pero ninguno de ellos, sin embargo, se convirtió en mayor ejemplo para los demás como Martín. De hecho, muchos hermanos suyos hacían lo que, como frailes, debían hacer. Lo interesante aquí es romper los propios límites, y Martín fue uno de ellos. Pero tampoco es cierto que Martín haya ocasionado una rebelión de las normas conventuales. Él siempre fue muy obediente, pero sabía cuándo la obediencia tenía que dialogar con la caridad del necesitado, y por eso nuestro pobre fraile se metía en uno y otro problema, en su inocente vida de caridad.

    Martín también «veía y sentía compasión». Como sabemos, atendía con igual ternura tanto a los pericotes de su cocina como al Obispo que lo llamaba para que le cuidara. No importaba de quién se trate, lo que prevalecía era la necesidad de quien le buscaba. Esta disponibilidad, «salida de sí mismo», solo la habría aprendido de Domingo de Guzmán, quien siguió –así mismo- a Jesús. La vida de nuestro padre fundador nos relata que vendía sus pertenecientes para darles a los pobres, algo que aprendió de Jesús, quien al ver a la muchedumbre también sentía compasión. Martín, en esta misma actitud, llevaba a los enfermos hasta el convento e incluso les ofrecía su único colchón para que descansasen. También curaba las heridas, y en eso era un experto, pues fue aprendiz de cirujano y utilizó este don para ofrecerlo a los demás. Y es que la compasión no solo debe entender como mera lástima, sino como actitud que conmueve las entrañas por el dolor del otro para luego hacer algo concreto.

    Finalmente, como el Samaritano, Martín llevaba a los que curaba hacia la posada de la Iglesia. No, no solo a la estructura, al templo, sino al corazón de esta misma. El verdadero corazón de la Iglesia es el de la caridad. Muchas almas se convirtieron y se siguen convirtiendo (y renovando su compromiso) gracias a que alguien nos lleva hacia la casa de Dios, que nos espera siempre con los brazos abiertos. Hoy que nos lamentamos mucho de que nuestros templos están vacíos, podríamos preguntarnos a dónde precisamente queremos llevar a nuestros hermanos: ¿al templo de la Iglesia o al corazón de la Iglesia?

    Ahora, tras más de 300 años en el cielo y 54 años de ser elevado a los altares, Martín de Porres nos sigue acompañando. Ahora, hablando plenamente con Dios, sigue hablándole a Él de nosotros, algo que ya hacía aquí en la Tierra. No podríamos terminar de hablar de Martín sin hacer mención de que todo cuanto hizo fue un don recibido en su constante búsqueda de Dios. Solo cuando oramos descubrimos qué quiere Dios para nosotros, y qué podemos hacer por nuestros hermanos. La oración fue el motor de su existencia y nosotros también estamos invitados a descubrir la voluntad de Dios en nuestras vidas. Una pista: Dios quiere que seamos Buenos Samaritanos.