Es Navidad: ¡Hay esperanza!

Fr. José Antonio Solórzano Pérez
Fr. José Antonio Solórzano Pérez
Casa san Alberto Magno (Vallecas, Madrid)

Comencemos por citar a Santa Teresa de Jesús. La sutil y poética doctora frecuentaba el trato y la confesión con dominicos de Salamanca. Parece ser que siempre, como mujer de hondo calado espiritual, les reprochaba que su predicación estuviese centrada en exceso en la idea/vivencia de la “encarnación”, y que olvidaban bastante a Dios como vivencia espiritual, tirando a mística. Ellos le respondían que esa era “la clave de la fe cristiana”, que si no se aceptaba o creía con firmeza en que Dios se había hecho hombre, el resto era filigrana teológica, encaje de bolillos espiritual y que sus experiencias de interioridad podrían ser producto de su fantasía y poética imaginación.


Aceptada la realidad/presencia de Dios hecho carne/vida, palabra salvadora, el resto es una consecuencia de fácil aceptación y vivencia, incluso el misterio mismo de la irracional resurrección. "Todo inicio encierra un hechizo”, dicen Goethe y Hesse. Y en ese inicio de la encarnación comienza el hechizo fascinante de la vida y misterio de Jesús de Nazaret, el Ungido, es decir: el Cristo, para traernos las suficientes dosis de salvación y sentido a nuestra titubeante fe.


La tragedia, sin comicidad alguna, de nuestra fe comienza justo ahí: en aceptar el riesgo/salto de la “encarnación” de Dios que se hace Niño/Hombre con todas sus consecuencias en Navidad, en cualquier día del año. Se eligió la Navidad porque los cristianos primitivos, sin astucia ni estulticia alguna, no quisieron problemas con las autoridades romanas, y como les daba igual la fecha del Nacimiento de Jesús, eligieron la festividad del solsticio de invierno, cuando el Sol naciente, renacía de nuevo. Así se evitaban problemas. Después le vendrían encima todos los problemas por creer en ese tal Jesús, que nació, vivió, murió y fue resucitado y que se confesaba Hijo de Dios, más que ningún otro César rutilante. A ellos les daba igual la fecha del nacimiento. Lo que les importaba era que Dios se había encarnado, hecho hombre para ellos y para el mundo. Eso es lo que celebramos y recordamos, es decir: lo volvemos a pasar por el corazón esperanzado y la mente buscadora y escrutadora para dar sentido y orientación a nuestras vidas.


Esa es la clave inicial dominicana. Eso es lo atractivo, seductor y arriesgado de nuestra vida de predicadores. La “insensatez” de la que hablaba San Pablo comienza aquí, en cada Navidad, en que queremos hacer presente, real y encarnado, a Dios manifestado en Jesucristo. El resto es consecuencia: vivir la realidad tensionada -sin rupturas bobas- hacia el futuro transformador, trabajar en los ambientes y situaciones más dispares, ocuparse por los problemas cotidianos de las gentes a las cuales hay que dar una respuesta -si es que preguntan; no es necesario darles la barrila a tiempo y a destiempo, sobre todo de forma destemplada-, estudiar para saber comprender y responder mejor, orar para sedimentar lo estudiado, compartir la vida para hacerla más llevadera, ser austeros para no seguir el juego de los intereses de este mundo encanallado, ser afectiva y mentalmente equilibrados, generosos y magnánimos sin estrecheces de miras, ser hombres y mujeres, muy humanos con veracidad y libertad, encarnados en su tiempo para no caer en espiritualidades tontas. Eso es Navidad. Si alguien se apunta a compartir con nosotros, estupendo. Si no, ellos se lo pierden.

De todo lo dicho, me quedo con la única Palabra válida: Jesús de Nazaret. Es Navidad. Hay Esperanza.