La esperanza de María en la pintura de Chagall

Fr. Xabier Gómez García
Fr. Xabier Gómez García
Convento de Santo Tomás de Aquino (El Olivar), Madrid

   El pintor Marc Chagall (1887-1985) decía: “En nuestra vida como en la paleta del artista, sólo hay un color que nos da el significado de la vida y del arte. Es el color del amor”. La tradición cristiana no hace sino repetir en el tiempo lo que ha recibido desde sus orígenes, la experiencia de que Dios es amor. Un amor que a través de María se ha manifestado en la persona de Jesús de Nazaret; un amor que precede, antes de ser presentido o descubierto el amor de Dios ya nos estaba amando.


  La belleza de este amor encarnado en la historia de uno de nosotros, Jesús, es el comienzo de la alegría interior para cualquier cristiano, constituye su fundamento. Es nuestro suelo firme, lo que nos sustenta. La Encarnación se manifiesta entonces como la piedra angular que convierte la fe cristiana en original. Dios mismo, a quien en cualquier tradición religiosa se considera el Más allá de Todo, ha mostrado su identidad en la elección y alianza con un pueblo concreto para desde él abarcar los destinos de toda la humanidad.


  Israel fue el pueblo escogido para transmitir la bendición y verdad sobre Dios al resto de pueblos y culturas de la tierra. En el momento culminante, el hijo de una hebrea, Jesús, el hijo de María, muestra en sí mismo la propuesta universal de una experiencia única de Dios vivido como amor y como Padre/madre de todos. Jesús no fue sólo un maestro sino el Hijo en el que todos podemos reconocernos como hijos y acceder a una relación filial con el Eterno descrito en categorías humanas en la Escritura como vida, bondad, verdad, camino y belleza, como Padre de un amor infinito cuyo proyecto de futuro para la humanidad se llama Reino. Para los discípulos de Jesús el significado de la existencia pasa por la relación con este Padre, “amigo de los hombres” y solidario hasta el extremo del destino de una humanidad creada de la nada en un éxodo continuo, llamada a un destino de comunión en el amor.


  “La Virgen de la aldea” pintada por Chagall entre 1940 y 1942) es una obra que podemos relacionar fácilmente con el Adviento (tiempo litúrgico en el que la Iglesia se prepara para celebrar el Nacimiento de Jesús y conmemora la espera de la segunda venida del Mesías al final de la historia). El tiempo litúrgico del Adviento está transido de llamadas a cultivar por encima de todo la esperanza. Cuando el mundo estaba siendo lacerado por una gran violencia, Chagall pinta esta obra presintiendo un gran anhelo, la espera del final de la II Guerra Mundial que aún no había terminado y de cuya barbarie fue testigo. En este lienzo pintado por un hijo de Israel, con temática y símbolos a medio camino entre la tradición hebrea y católica, ya se anuncia la derrota del mal. El artista se encuentra seguro en su exilio de Nueva York tras huir de Europa. Sigue recordando con nostalgia una aldea, un tiempo, un mundo cultural, un continente que está siendo atormentado. Desde la aldea el cirio encendido representa la oración vigilante y resilente de los creyentes.


   En el cielo hay alegría, ángeles músicos y colores vivos que anuncian el nacimiento de Cristo y su victoria sobre la banalidad del mal. La Virgen Madre vestida como una novia recuerda a las mujeres de su cultura tanto como a la Mujer del Apocalipsis. El tiempo de María y el de Cristo, el tiempo de la Iglesia. La humanidad de Jesús se resalta mediante un gesto de ternura parecido al de las Madonas de la leche. La vaca tocando el violín, que en otras pinturas adquirían la metáfora de la elegía o canto fúnebre, es ahora invitación a la fiesta, a las bodas de Dios con la humanidad. Chagall pinta la esperanza y la promesa conectadas con la memoria, el memorial de una victoria de la vida como respuesta a una realidad amenazada por la muerte. La Esposa se ha embellecido La que llevó en su seno la luz del mundo pasa su testigo a la Iglesia, la otra madre y sacramento de salvación. Esa luz que también cada espectador puede recibir. La luz del “amor más fuerte que la muerte”, una bondad obstinadamente activa que no deja en el abandono a la ciudad oscurecida por las tinieblas de la corrupción.


  María retratada como madre fecunda pero con los atributos de una doncella del pueblo en sus esponsales, representa el cumplimiento de una promesa. El inicio de los tiempos mesiánicos que en Jesús la humanidad ha recibido ya como cumplimiento en un “ya… pero todavía no”. María, mujer de fe y Madre de Jesús es icono de la humanidad redimida, paradigma del ser humano golpeado por situaciones cuyo sentido no se alcanza, pero al tiempo capaz de no desesperar y resurgir aportando lo mejor de sí misma. Esta obra es un canto a la capacidad humana para superar los límites de la contingencia al mismo tiempo previene contra los errores del pasado y propone dos referentes como modelos de humanidad y futuro.