Domingo de Ramos: comentario al Evangelio

Domingo de Ramos: comentario al Evangelio

El Domingo de Ramos se leen dos extractos distintos del Evangelio: el de la entrada de Jesús en Jerusalén sobre el pollino y el de la pasión de Jesús. El mismo pueblo que celebró efusivamente la entrada de Jesús en Jerusalén como un taumaturgo, un profeta que, creían, les libraría del poderío del Imperio romano, fue quien pidió su crucifixión ante Poncio Pilato unos pocos días después. La entrada en la Jerusalén terrena por última vez es signo anticipado de la entrada de Jesús en la Jerusalén celeste. Esta entrada en la Jerusalén terrena para que Jesús reciba su «corona» (en la cruz) es fundamental para que Jesús inaugure la nueva Jerusalén, la morada celeste, pues, aunque nosotros estemos aquí, al igual que Jesús, no somos de aquí.

San Agustín de Hipona, en su obra titulada De civitate Dei o La ciudad de Dios, empieza diciendo que «dos amores fundaron dos ciudades, a saber: la terrena, el amor propio, hasta llegar a menospreciar a Dios; la celestial, el amor a Dios, hasta llegar al desprecio del sí propio». En su entrada en Jerusalén, Jesús utiliza un pollino para cumplir lo que estaba escrito por el profeta Zacarías: «Mira a tu rey, que viene a ti, humilde» (Za 9,9). Las personas que allí estaban lo recibieron con toda la pompa con la que se debía recibir a… un profeta. Sí, no he escrito mal, pues lo recibieron como «al Hijo de David». ¡Pero Jesús es mayor que David!

Jesús no vino como otro profeta más a delatar los errores cometidos por los pueblos e instaurar aquí y ahora este reino en esta ciudad terrena, construida por hombres para su propia complacencia y conveniencia. Siendo el Profeta, el Sacerdote y el Rey, que vino a interceder y salvarnos de una vez para siempre, sigue con nosotros para concretar el proyecto salvífico del amor del Dios Padre, a través de la obra santificadora del Espíritu Santo.

domingoramos

Jesucristo ha pasado por la dimensión terrena y nos espera en la celestial, porque, tal como él, somos extranjeros y peregrinos en esta tierraÉl vino como verdadero pedagogo para enseñarnos cuál es el camino: Jesús es el propio camino. Sus palabras, gestos y obras hablan por sí mismo. Por eso nos dice que debemos tomar nuestras propias cruces e ir detrás de él, de sus huellas, para cumplir las promesas que Dios tiene reservadas para cada uno, caminando por las estradas del mundo. San Agustín afirma que «las dos ciudades, en efecto, se encuentran mezcladas y confundidas en esta vida terrestre, hasta que las separe el juicio final: la primera puso su gloria en sí misma, y la segunda, en el Señor; porque la una busca el honor y la gloria de los hombres, y la otra estima por suma gloria a Dios, testigo de su conciencia; aquella, estribando en su vanagloria, ensalza su cabeza».

La Cuaresma es tiempo fuerte de purificación. Tiempo propicio para quitarse las apariencias y el fingimiento.

La medicina eficiente y eficaz para pasar por la Jerusalén terrena haciendo el bien es la fe. No hay otra. En este sentido, te aconsejo que no pierdas tu precioso tiempo en cosas pasajeras; mejor aún, invierte tu tiempo cumpliendo lo que Dios quiere para ti. Disfrutando de las cosas de esta vida, sin entregarles el corazón, en una búsqueda constante de la felicidad verdadera. En este sentido nos dijo el papa Benedicto XVI que, como seguimos en busca de la Jerusalén celeste y definitiva, la ciudad de Dios, donde un día regresaremos, «llevamos dentro una sed de infinito, una nostalgia de la eternidad, una búsqueda de belleza, un deseo de amor, una necesidad de luz y de verdad, que lo impulsa hacia el absoluto».

La Cuaresma es tiempo fuerte de purificación. Tiempo propicio para quitarse las apariencias y fingimiento que, a lo largo del año, uno se va construyendo para sí mismo. La Cuaresma que estamos viviendo es, por así decir, histórica. Me explico: en medio de una pandemia causada por un virus gripal que acomete a las personas, incluso llevando a algunas a la muerte, el sentido de ser cristiano en una Europa cada vez menos cristiana alumbra los rincones más oscuros del egoísmo y de lo tacaño, invitándonos más expresamente a la conversión constante y verdadera, poniendo a prueba nuestra fe sobrenatural y llevándonos a que nos demos cuenta de la necesidad de valorar las cosas que realmente importan y que normalmente olvidamos que nos hacen felices, es decir, darnos cuenta de que las cosas de la ciudad terrena (sea el Imperio romano o sea la Jerusalén terrena) pueden alejarnos de la ciudad de Dios.

Por ello se hace fundamental comprender que es deber del cristiano «auscultar» siempre su corazón y su conciencia, de tal modo que, vuelto a la verdad revelada, con el auxilio de la voluntad y del querer que se va ordenando de cada uno, se configure cada día más a esta misma verdad existencial que es Cristo: «Con Cristo he sido crucificado, y ya no soy yo el que vive, sino que Cristo vive en mí; y la vida que ahora vivo en la carne la vivo por fe en el Hijo de Dios, el cual me amó y se entregó a sí mismo por mí» (Gal 2,20). Que sepamos pasar y vivir bien con una vida llena de virtudes en la ciudad terrena, pero sin ponernos los méritos o glorias de los hechos, para que alcancemos, tras el juicio final, la ciudad de Dios, morada definitiva de los que la anhelan contemplando desde aquí. Amén.