Martín de Porres: un santo que hace atractiva la santidad

Fr. Jesús Nguema Ndong Bindang
Fr. Jesús Nguema Ndong Bindang
Couvent du Saint-Nom-de-Jèsus, Lyon

Hace como dos semanas, saliendo yo de misa con el hábito todavía puesto, se me acercó una señora de edad avanzada y me dijo: “¡te pereces a san Martin de Porres; le tengo mucho cariño y devoción al santo!”. Tras unos segundos de silencio, le respondí: “¡y quién no, señora, Martín es un santo atractivo y simpático; “todos” los que se acercan y conocen su vida le cogen cariño!”.

Mi respuesta a aquella señora no fue premeditada ni complaciente, sino más bien, espontánea y sincera; fue expresión de mi admiración, cariño y devoción a un gran santo que, como afirmaron algunos testigos en su proceso de canonización, «con su sola presencia sembraba la paz y la alegría, la confianza y seguridad».

Cuando leemos la vida de san Martín, descubrimos en él un fraile alegre, sencillo, natural, encantador y amable; descubrimos en Martín un humilde fraile mulato que transformaba cada minuto de su vida, cada acto de su día a día en un acto extraordinario de amor a Dios y al prójimo. Dios dio al humilde Martín el don de «hacer las cosas ordinarias de manera extraordinaria».

En el mulato peruano podemos decir que se hizo verdadera la plegaria de Cristo en el Evangelio: «Gracias te doy, Señor, Dios Padre, porque has escondido esto a los sabios y entendidos, y lo has revelado a los pequeños» (Mt.11:25-26). Recordemos que ser mulato en su tiempo era pertenecer a una raza inferior. Los mulatos no tenían derecho a ocupar ningún cargo público. Ni siquiera podían ser religiosos, pues lo prohibían las leyes. Estas solo permitían entrar tanto a indios, negros y a mulatos a una familia religiosa en calidad de «donados», es decir, no pronunciaban los votos; pero podían vestir parte del hábito, que consistía básicamente en una túnica blanca y un escapulario negro. En realidad, no eran religiosos.

Todas aquellas trabas puestas por el hombre no fueron impedimento para el santo mulato para entregar su juventud –pues, entonces tenía quince años – al servicio de Dios en los demás en el convento. Apenas transcurridos nueve años desde su ingreso al convento, toda la comunidad se dio cuenta de las extraordinarias virtudes y cualidades humanas del «donado». Por unanimidad de todos los frailes le invitan a vestir el hábito completo y profesar como hermano cooperador. Martín ya era religioso con pleno derecho. Este ascenso, llamémoslo así para entendernos, no supuso para fray Martín ningún cambio en su vida, seguirá desempeñando con la misma sencillez y humildad su oficio de barbero y enfermero conventual, además de portero. La portería del convento era el lugar de encuentro de los pobres, mendigos, enfermos, hambrientos y marginados de Lima con san Martín. El deseo de fray Escoba, como san Pablo, era hacerse todo para todos. Hasta a los animales llegaba la bondad de su corazón.

«A los que aman a Dios todo les sirve para el bien» (Rm. 8: 28). Fray Escoba encarna estas palabras de san Pablo dirigidas a los romanos. En las iconografías es muy habitual ver representaciones de fray Martín con su inseparable escoba en las manos. Creo que estas representaciones nos indican el espíritu de servicio de Martín Porres. Fray Martín nunca se desprendía de su escoba. La escoba era para él un instrumento de santificación. De allí el apelativo fray Escoba.

Leyendo estos pequeños esbozos de la vida de san Martín de Porres, podría pensar el lector que nuestro santo solo estaba volcado en las actividades exteriores. No es así. Fray Martín fue ante todo un gran buscador de Dios en la oración. Se cuenta que pasaba largas horas de rodillas ante Cristo crucificado y ante el Santísimo. También era muy devoto de la Virgen María y de santo Domingo de Guzmán, al que llamaba Patriarca.

La vida de San Martín – como también la de cada uno de nosotros – no estaba ausente de dificultades ni de contratiempos. Martín por su color de piel vivió en carne propia desprecios, discriminaciones, humillaciones y hasta insultos como “perro mulato”. Todas estas dificultades no le impidieron vivir una vida alegre y sencilla, ni le hicieron desaparecer la sonrisa en su rostro moreno.

Ciertamente, como comentó hace dos semanas la señora de edad avanzada, fray Martín de Porres es un santo que inspira mucho cariño y devoción. Martín es un santo que hace atractiva la santidad.

Hoy que celebramos su fiesta, pidámosle que ore por nosotros ante Dios y que nos ayude amarle desde la sencillez.