Jesús dice: "Pedro, amigo, ¿quieres venirte conmigo?" Y Pedro responde: "Voy"


Todos los cristianos conocemos a Pedro y algunas anécdotas de su vida. Y a la mayoría, al menos, su figura simpática, y a veces desconcertante, nos resulta cercana y entrañable por su variado modo de sentir, pensar, actuar, equivocarse, llorar, arrepentirse y mostrarse fiel en el seguimiento a su Maestro Jesús. ¿No es verdad que para algunos su ‘historia’ es nuestra historia?

Pedro era un pescador en el mar de Galilea, era como un confidente del mar; y en plena juventud cambió de vida: de ‘pescador’ en Galilea pasó a ser ‘pescador de otros mares’; y de confidente del mar pasó a ser íntimo confidente de Jesús, no a golpe de remo sino a golpe de voluntad, de corazonada, de audacia y de generosidad.

Jesús dice: "Pedro, amigo, ¿quieres venirte conmigo?"
Y Pedro responde: "Voy"


Pero pensemos un momento: ese Pedro, joven pescador, ¿era obrero de superficie o más bien buceador de profundidades marinas? Acaso ambas cosas en horas distintas. Cada día, de la aurora a las vísperas, su vida era de superficie: en la costa, sobre barcas y entre redes; pero en algunos momentos estelares, por ejemplo, al verse deslumbrado por las bellísimas salidas y puestas de sol - reflejadas en las aguas y en las escamas de los peces- acariciaba pensamientos de altura, sobrevolaba en actitud y tono que llamaríamos místico. Esa combinación le hacía sencillo, llano, y sabio.

En las horas que gastaba a ras de la tierra y del agua, con duro bregar, se sentía amigo de amigos, igual entre compañeros, sujeto afectado por altibajos de humores, judío religioso y leal de casi rutina; y en los momentos de elevación íntima su mente y corazón judíos rebosaban de esperanza recordando alianzas de amor y promesas de Yhavé. Ese juego de factores no permitían a Pedro ser obrero zafio sino prudente y sufrido en alas de esperanza.

Por eso Pedro no cultivaba economía de hombre avaro sino de suficiencia; no era socialmente huidizo y jactancioso sino cercano y sin ambiciones; no era religiosamente cerril prisionero de la Ley sino lector o auditor de la palabra y visor de Yahvé en cualquier criatura, sobre todo humana. En lenguaje actual, si acaso queremos verle avanzar por el camino que lleva al encuentro con Jesús, diríamos que su lugar socioreligioso de partida era este: pobreza laboriosa, modestia en aspiraciones, apertura a los demás sin blindar su yo, prontos de corazonada que frenaba en tertulias o asambleas, y abundantes lágrimas de arrepentimiento por sus errores.

A ese hombre judío, honrado, es al que sorprendió otro judío humilde, sencillo, espiritual, con bastón y concha de peregrino, que paseaba sus pensamientos humanistas y religioso por la orilla del lago. Tenía por nombre ‘Jesús’. Se había curtido de joven en Nazaret. De su casa partió, tras noches de desvelos, diciendo ‘adiós’ a sus padres para hacerse discípulo del renovador espiritual Juan Bautista, el hombre adusto del desierto con pieles de camello a los hombros.

Cuando Jesús conoció a Pedro y le habló dulcemente, el tono de su voz no era como el del Bautista, ni como el de un sacerdote o levita que sirve por turno en el Templo de Jerusalén. Se parecía más bien al tono y voz del ‘peregrino en ruta’, al de un ‘sabio’ o ‘maestro de espíritu’, gente excepcional que cuando habla, siempre enseña a vivir desde dentro, desde la hondura del corazón, desde la paz interior, desde el amor y la verdad. ¡Pedro, amigo!, le dijo, ¿quieres venirte conmigo? Soy pescador de otros mares fecundos, de otros reinos, de otras ambiciones de paz y amor. ¡Vente conmigo!

Pedro enmudeció de momento. Pero luego respondió: ¡Gracias, amigo! Sí. Iré contigo, para que me hagas a tu medida, pues soy débil, flaco, fanfarrón y hasta traicionero… ¿Me aceptas como soy?

Vente conmigo, añadió Jesús. Te acojo como eres. Déjate transformar como yo quiero que seas, allanando colinas y elevando abismos interiores. Cuento contigo.