Santos Pedro y Pablo: la vida sirve para darla

Santos Pedro y Pablo: la vida sirve para darla

Fr. Francisco Javier Garzón Garzón
Fr. Francisco Javier Garzón Garzón
Convento de Santo Tomás de Aquino (El Olivar), Madrid
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Cuando nos ponemos frente a las figuras de san Pedro y san Pablo nos sentimos pequeños. Como si nos diera la sensación de estar ante las columnas fundamentales de la fe de la Iglesia. Seguidores de Jesucristo y cautivados por Él, se jugaron la vida y entendieron que su felicidad estaba en seguirlo por completo. Esa experiencia que tuvieron “los grandes” sigue abierta para nosotros en este momento de la Historia, porque Jesús nunca deja de seducir…

Pedro, pescador insatisfecho en un pequeño lago; cabezota y tozudo; apasionado y atrevido. Se encontró al Maestro en su vida diaria, entre peces y redes. Supo fijar en Él su mirada y, sin dejarse atar por nada ni por nadie, lo siguió. El Nazareno le demostró que en lo ordinario se puede mirar de otra manera, que hay pistas hacia la felicidad completa. Sin saber qué sería de su vida, de su pasado o su futuro, se fue detrás de Él...

En el camino hubo tiempo para mucho. Ante todo, para reconocer en aquel galileo a un Amigo incondicional, que le hablaba al corazón, y que incorporaba a su vida monótona al Abbá, ¡un Dios que era Padre! En el camino Pedro encontró a Cristo, entre los enfermos y los pobres, en los ratos de oración, en medio de las palabras de vida y los signos de misericordia, entre la comunidad de discípulos.

Se juró a sí mismo que daría la vida por su Amigo. Pero también experimentó el fracaso, la debilidad humana: ¡eso que no es de los débiles sino de todos! Y lloró. Las lágrimas le devolvieron al Amigo, ahora Resucitado, en el mismo lago donde había empezado la amistad. “Señor, tú lo sabes todo, tú sabes que te amo”.

Pablo (¡el joven Saulo!) no conoció a Jesús. Vivía en un mundo ideal de cumplimiento y pureza, donde todo era religioso, exacto y perfecto. Enemigo de Cristo y de sus seguidores, recorría el sendero que llevaba a la prisión empujando a los hombres libres… Y en medio del camino terminó su ruta: “Yo soy Jesús Nazareno a quien tú persigues”. Se descubrió ciego y aceptó buscar la luz. Sus proyectos habían sido puro vacío.

En la comunidad cristiana comenzó a ver de otra forma, desde el amor y la entrega. En un tiempo de largo silencio se zambulló en la Palabra y se enamoró de Cristo, y sintió un fuerte deseo de llevar la Buena Noticia a todos sin excepción, allí donde el judaísmo no había abierto aún senderos. Más lejos, siempre más lejos... Puso su propia palabra a la vida del Resucitado. Y sobre todo le puso pasión y coraje. Entendió que en los encuentros la vida entera se pone en juego, que el corazón humano tiene hambre de más porque está hecho a la medida del corazón de Dios…

Pedro y Pablo. Hombres de caminos y de fuego. Seducidos por Cristo no se echaron atrás: pusieron su vida entera en juego, y no perdieron, sino que ganaron. La ciudad de Roma fue testigo de su sangre derramada por amor al Amigo. Y como la sangre de los cristianos es semilla de cristianos nuevos, Roma sigue siendo aún el lugar a donde miramos para encontrar la continuidad con la primera Iglesia, la comunión, el impulso, la caridad. El Papa Francisco nos estimula hoy a dejarnos seducir apasionadamente, como aquellos primeros apóstoles, por el Nazareno, que tiene una mirada única, un plan original y una experiencia de felicidad plena, para cada uno de nosotros. Pues ¿para qué sirve la vida si no es para darla?