Trinidad, vocación de amor

Fr. Moisés Pérez Marcos
Fr. Moisés Pérez Marcos
Convento Virgen de Atocha, Madrid
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Solemnidad de la Trinidad

La Trinidad es, en el sentido más hondo en el que podemos usar esta palabra, un Misterio. Más aún, es el Misterio. Pero, tomadas las debidas precauciones, y siendo conscientes de las limitaciones de lo que decimos –nuestro lenguaje sobre Dios siempre es inadecuado–, podemos decir algo sobre la Trinidad. Y podemos, porque hay un sentido en el que la Trinidad, aunque incógnita en esencia, nos es conocida. La Trinidad nos ha sido revelada, ella misma se nos ha dado a conocer, la hemos experimentado en la vida, como origen de todo, como sentido, como meta de todo. La Trinidad es el “lugar” del que venimos. Y es el “lugar” al que vamos. La Trinidad dibuja el trazado de la más íntima vocación del ser humano. Llegar a participar de la vida trinitaria en la medida de lo posible es el secreto designio de todas las cosas, de todas las personas. En un sentido radical, ontológico, existencial, la Trinidad es nuestra ineludible vocación.

¿Cómo llegan los humanos al conocimiento de tan asombrosa noticia como la de un Dios Uno y Trino? No podemos llegar a la afirmación de la Trinidad mediante razonamientos. La Trinidad no puede demostrarse, en el sentido de que no hay razones que prueben suficientemente la verdad de su afirmación. Pero se pueden aducir razones para mostrar la congruencia de dicha afirmación con los efectos que se siguen de ella. El Dios Trino no es una experiencia humana, pero se revela en la experiencia humana. Son muchas las experiencias que en la vida de los humanos pueden conducirlos a Dios. Pero hay una que es paradigmática, privilegiada. Es la experiencia del amor. 

Muchas veces los humanos han sentido la presencia de Dios como una compañía, solícita, atenta, cuidadosa, amistosa, paternal, maternal. Un Dios que cuida de los humanos, que se preocupa de ellos porque los quiere de la única manera que se puede querer, gratuitamente, incondicionalmente. Un Dios, Padre y Madre, creador de todas las cosas por amor. Un Dios Hijo que, en el extremo de la proximidad y la entrega a los humanos, se encarna y muere por ellos como un criminal en una cruz. Un Dios Espíritu que anima todo lo real, que vivifica los corazones, que da luz al entendimiento y paz al alma. 

La experiencia de este Dios Trino colmó de sentido y dicha la vida de los humanos, por lo que llegaron a la conclusión de que era ese, el Dios que les hacía felices, el que debía ser verdaderamente divino. Aquellas personas se dieron cuenta de que el Misterio mayúsculo de Dios y el misterio minúsculo del humano estaban íntimamente relacionados: hablaban de un Dios que era más Dios cuanto más humano. El Misterio Trinitario enseña que la humanidad forma parte del corazón de la divinidad, y que la divinidad está en el corazón de cada ser humano. Lo más divino de Dios es su humanidad. Lo más humano del hombre es su divinidad. Lo humano y lo divino son directamente proporcionales: cuando lo uno aumenta, aumenta lo otro; cuando lo uno disminuye, disminuye también lo otro. Donde coinciden la esencia de lo divino y la esencia de lo humano es en la realidad fecunda e inagotable del amor. La forma humana de aproximarse a Dios, de crecer en convivencia con él, es amar.

Un Dios que es amor no puede ser un solitario. Amarse a uno mismo está muy bien, pero no es suficiente. Además hay que amar siempre a otro: la plenitud de lo divino, del amor, no está en la referencia constante a uno, sino en la salida, en el movimiento, en la relación con otro diferente. Por eso decimos que el Hijo es “engendrado, no creado”. La relación amorosa no se agota tampoco en dos, en un Padre que engendra un Hijo diferente a él, porque el amor, como la belleza, siempre es fecundo, siempre es expansivo. Amor pide siempre más amor, y lo que dos por amor comparten lo quieren también repartir: por eso hablamos también de una tercera persona en la divinidad, que “procede del Padre y del Hijo”. Las cosas buenas piden siempre ser compartidas. En la existencia divina vivir es siempre convivir. En la vida humana, también.

Ese es el gran Misterio Trinitario, un misterio de relaciones amorosas al que estamos invitados, para el que estamos hechos. La Trinidad nos enseña que el amor no es solamente la virtud a la que están llamados los religiosos, o las parejas: amar es la vocación de todo ser humano.