Beato Susón, siervo de la Eterna Sabiduría
Es difícil intentar presentar la vida de alguien que vivió hace siete siglos de una manera que parezca atrayente, cautivadora o, como mínimo, susceptible de ser un modelo para los que vivimos en el siglo veintiuno. Pero si afilamos un poco el lápiz y extrapolamos otro poco los hechos, podríamos presentar a este sujeto como alguien que, de una niñez candorosa, de buena familia, de gran sensibilidad y de una piedad religiosa notable, pasa a ser un antisistema, un “lobo solitario”, culturista e incluso ¡con un tatuaje! Entonces se nos caen ya todos los estereotipos que tenemos sobre los santos y tenemos que preguntarnos, necesariamente, qué es lo que ha podido pasar en la vida de este hombre para que acabe de esta manera. Bueno, lo de culturista dejémoslo en que fue un maestro en resistencia física. Pero lo del tatuaje, teniendo en cuenta que estamos en plena Edad Media, lo podemos dar por bueno. Veamos quien es él.
Nace hacia el año 1300 en Constanza, en el extremo sur de la actual Alemania. Su familia gozaba de prosperidad en los negocios de tejidos y se puede decir que nuestro personaje vivió una infancia sobrada de bienes materiales. No le faltó de nada. Pero a nosotros nos interesa su carácter: esa manera de ser y de entender la vida que le acreditan para ser alguien en quien fijarse setecientos años después.
El panorama familiar era el siguiente: un padre dominante, impetuoso y centrado sobretodo en hacer crecer los negocios y su bolsillo sin concesiones morales; una madre dulce, sensible, de gran finura espiritual y entregada a su familia y a los demás con verdadera vocación servicial; y un hermosísimo entorno natural: el bello lago de Constanza. Si a esto sumamos una constitución física débil y una salud escasa, no nos ha de extrañar que el pequeño Enrique sintiera desde el principio un gran apego hacia su madre, en compañía de la cual forjará un carácter suave, sensible, tendiendo siempre hacia un mundo imaginativo y poético. Es por lo mismo que hará prevalecer siempre el apellido materno sobre el de su padre. Y así lo conocemos: Enrique de Seuze (castellanizado: Susón).
Enrique ingresó en el convento de dominicos de Constanza, mientras la Orden de Predicadores vivía momentos de expansión y consolidación por la zona de la actual Alemania. Debía tener en este momento trece años, prueba de que tendría ya cierto trato con los frailes y, seguramente, mucho aprecio por su estilo de vida. El recorrido formativo siguió los cauces acostumbrados: varios años de prueba, uno de noviciado y unos seis de estudios de Filosofía y Teología. Después, ordenado sacerdote y enviado a Colonia a realizar estudios superiores en el Estudio General de la Orden, por donde habían pasado grandes figuras como San Alberto Magno y Santo Tomás de Aquino. Concluidos estos estudios retorna a Constanza para desarrollar allí gran parte de su actividad.
Hasta este punto se podría decir que estos trazos biográficos en nada se diferencian de la vida de cualquier otro fraile. Vamos, pues, a los más interesantes, los que él mismo refleja en su autobiografía espiritual.
En el proceso de maduración personal y espiritual de fray Enrique existe un momento bastante concreto –hacia los dieciocho años- en que experimenta un cambio radical. Él mismo dice que hasta ese momento vivía un tibio fervor religioso. Pero en un momento dado, una serie de revelaciones místicas y un inexplicable ardor al escuchar la Palabra de Dios, le llevaron a hacerse una propuesta: servir a la dama de su corazón. Era una manera de nombrar la presencia de Dios que él sentía en su interior y a la que llamaría con el título bíblico de Eterna Sabiduría. ¿No es hermoso? La Palabra le ofrece un romance en todo regla, y él se enamora perdidamente y se propone cortejarla de la mejor manera: haciéndose su siervo. Así se autodenominará en sus escritos, siervo de la Eterna Sabiduría.
Y aquí comienza un nuevo estilo de vida para fray Enrique. Si quiere enamorar a esta dama que le parece irresistible, debe poner todos los medios para ello.
En primer lugar le declaró la batalla a su cuerpo, al estilo de los antiguos Padres del desierto, pues juzgaba que su cuerpo era el primer obstáculo a vencer si quería entregarse del todo a su nuevo amor. Para ello realizaba rigurosos ayunos y durísimas disciplinas que lo dejaban casi exhausto (recordemos que su naturaleza física era bastante delicada) ¿Cómo entender este rechazo del cuerpo en el ámbito de la espiritualidad cristiana? Tenemos que pensar que un cristiano nunca rechaza su cuerpo, pero sí que lo sabe mantener a raya. Comprendemos muy bien otras formas de ascesis más profanas: deportistas de élite que machacan su cuerpo con duros entrenamientos o famosas modelos que hace ayunos prolongados para conseguir cuerpos casi anoréxicos. Fray Enrique era un atleta del espíritu y le negaba a su cuerpo todo aquello que le suponía un obstáculo para entregarse por completo a su amada. Es una prueba del amor más fiel. ¿No es romántico?
En segundo lugar, y debido a su relación con el Maestro Eckhart, otro fraile que había sido profesor suyo y quizá el místico más importante de su tiempo, profundizó al máximo en el abandono radical de sí mismo. Él mismo nos dice que se trata de una negación de sí mismo y de todo lo que es suyo, al menos hasta donde puede llegar la debilidad humana imitando en todo la conducta de Cristo. Esto le hizo comprender que el sufrimiento al que sometía su cuerpo hacía más grande su ego y dificultaba el desprendimiento de sí mismo, con lo que suavizó un poco las terribles prácticas ascéticas. Esto ya nos parece más asimilable porque se trata de una contemplación profunda del Evangelio y un deseo de perfección al estilo de Jesús.
En tercer lugar, dedicándose a la dirección espiritual en los monasterios de monjas dominicas, tendrá la oportunidad de establecer una estrecha relación con muchas almas piadosas con las que compartirá sus anhelos e inquietudes. Será especialmente con una: sor Elsbeth Stagel, con la que mantendrá una hermosa relación espiritual. Recalco lo de espiritual, porque el hecho de que un fraile y una monja tengan una relación tan íntima (espiritualmente hablando), resulta sospechoso en cualquier época. Pero tampoco es un hecho raro, puesto que hay muchos ejemplos. De todos modos será una fuente de conflictos para nuestro pobre fray Enrique que, a causa de esta relación y de los demás detalles de su vida que ya hemos apuntado, resultará un personaje incómodo e incomprendido por sus contemporáneos (por esto lo de “lobo solitario”).
Fray Enrique vivió casi siempre en su convento de Constanza, del que llegó a ser prior, hasta que en 1348, a raíz de una falsa acusación, fue trasladado al convento de Ulm, donde vivió sus últimos años, falleciendo el 25 de Enero de 1366. El hecho que fuera enterrado en la iglesia del convento nos da ya un indicio de la fama de santo que ya tenía (normalmente los frailes eran enterrados en el claustro).
Una vida un poco extraña, si queréis. Pero ¿cómo le vamos a decir a un enamorado que se comporte con normalidad, si sólo vive pensando en el objeto de su amor? Imposible conseguir que le domine la cordura. Así era fray Enrique: un enamorado de Dios que ante los ojos humanos no parecía conocer la justa medida de las cosas. Algunos de los títulos de las obras que escribió nos dan una idea de por dónde andaba la cosa: “El pequeño libro de la Verdad”, “El pequeño libro de la Eterna Sabiduría”, “El pequeño libro del Amor” y, sobretodo, su “Vida”, que es un bellísimo testimonio de lo que corre por su pensamiento y su corazón.
Fue proclamado beato por el Papa Gregorio XVI en 1831.
Por cierto, se me olvidaba lo del tatuaje. Cuando empieza a flirtear con la Eterna Sabiduría, hará algo también propio de los místicos: el matrimonio espiritual. Difícil comprenderlo para los que no volamos tan alto. Fray Enrique quiso materializar esta íntima unión con algo que fuera similar a una alianza, para llevarlo siempre consigo como una marca, pero que nadie pudiera ver. Decide entonces grabarse a fuego, con un estilete, el anagrama de Jesús (IHS) sobre el pecho. ¡Esto es un tatuaje en toda regla! ¿O no?