"San Alberto Magno, precursor del Renacimiento"

Fray Sixto José Castro Rodríguez
Fray Sixto José Castro Rodríguez
Convento de San Pablo y San Gregorio, Valladolid
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Alberto Magno fue un fraile de su época, una personalidad magnífica que en muchos casos se funde con la de Tomás de Aquino. Algunos estudiosos tienden a pensar que, de no haber sido seguido por un titán como fue el Aquinate, alumno y discípulo suyo, Alberto Magno habría sido el pensador dominico más grande del medievo, como su nombre apunta. Yo no creo Tomás lo disminuya un ápice. Al contrario, es precisamente la presencia del Aquinate la que nos permite destacar la enorme persona de Alberto Magno. Sin tal maestro no hubiera habido tal discípulo.


Alberto es uno de los principales responsables de que el estudio haya tenido tanta importancia en la tradición de a Orden, no solo por su propia actividad ejemplar, sino también por su papel “institucional” en la redacción de la ratio studiorum de la Orden, por su aplicación de sus propias doctrinas a la resolución de conflictos políticos y civiles y por los cargos ahora llamados de “gestión” que desempeñó a lo largo de toda su vida. Sin duda, fue un “hombre del Renacimiento” antes de que el Renacimiento empezase, alguien a quien le corresponde el título de Maestro “de omni re scibili” algunos siglos antes de que Pico della Mirandola redactase su obra así titulada.


De modo especial, hay que resaltar su incorporación de una doctrina tan nueva y delicada como el aristotelismo. Hoy nos resulta fácil adoptar una u otra filosofía para reflexionar teológicamente. Pero imaginemos el cambio que suponía en su momento adoptar la filosofía de Aristóteles, de la que se seguía, entre otras cosas, la mortalidad del alma. Y entonces la gente se preocupaba sobremanera por esas cuestiones, como es obvio. Pero de Aristóteles también se seguía una actitud empírica que permitió a Alberto mirar de cerca a los pájaros y los minerales, estudiar los movimientos de los astros, la estructura de la música, los procesos alquímicos y todo aquello que en último término podía considerarse parte de la cultura del momento. Estudió a los árabes en el momento en que había que pensar con ellos, e incluso, por tener curiosidad hacia todo lo digno de ella, se dice que tenía una quijotiana cabeza de metal que respondía a las preguntas que se le hacían.


Alberto Magno ejerció tal influencia en el pensamiento de su época que pronto empezaron a aparecer escritos apócrifos atribuidos a él, como por ejemplo Secreta mulierum, que no sé muy bien de qué trataría, Y dudo que Alberto lo supiese. Diversos pensadores trataban de aprovechar su autoridad para introducir en el mercado de las ideas ciertas teorías que, de haber sido “vendidas” bajo el nombre de su autor “real”, no hubiesen encontrado eco alguno. Dante lo coloca en el cielo, al lado de Tomás de Aquino. Y acabo de enterarme de que un tipo de letra (“Albertus”) se llama así en homenaje a él. En fin. Podría seguirse hasta el infinito glosando su influencia y su sabiduría, pero a veces, como pasa con otros personajes de esta talla eminente, se olvida que, ante todo, era un fraile. No ante todo un filósofo, ni un teólogo, ni un científico, sino un fraile dominico de a pie, por muy provincial que fuese en su día. Y nunca mejor dicho. Cuando le nombraron obispo siguió desplazándose a pie, en vez de a caballo, porque esa era la norma de la Orden. Y cuando cumplió la función que se le había encomendado en su calidad episcopal, regresó al convento, que –pensaría él– es donde tiene que estar un fraile. Y allí se quedó, en el convento de San Andreas, de Colonia donde, si tienen ocasión de pasar alguna vez, seguro que una plegaria será bien recibida. Alguien que se preocupó absolutamente de todo mientras vivía, ¿no se va a preocupar absolutamente de todos ahora que puede?