San Lucas, discípulo de apóstoles.

Fr. Francisco Javier Garzón Garzón
Fr. Francisco Javier Garzón Garzón
Convento de Santo Tomás de Aquino (El Olivar), Madrid
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Corría el año 40 de nuestra era. Yo era un joven moderno y con un futuro prometedor por delante. Mis padres me habían preparado para llegar lejos, para ser grande, para tenerlo todo. “Tú debes estudiar medicina y situarte bien. Nada de religión, nada de ídolos falsos. Estudia, prepárate, apoya tu vida en la ciencia”. Tenía todo lo que podía desear un chico de la Antioquía de mi época. Desde pequeño me fui dejando convencer por quienes me rodeaban; ciertamente yo estaba llamado a ser un triunfador...

Pero todos tenemos crisis. Crisis, dudas, inseguridades. Momentos de poner en cuestión lo que parece tan claro. El maravilloso proyecto de mi vida hizo aguas cuando escuché a Pablo. Era un tipo original. Venía a Antioquía con ideas nuevas. Era judío de religión, pero sus mismos hermanos le perseguían. Anunciaba que ya se había terminado el tiempo de la circuncisión, de una religión de miedo y cumplimientos. Y siendo un tipo culto hablaba de amor y libertad; de un tal Jesús, de un tiempo nuevo, de una vida mejor. Una vida mejor...

Le escuché con admiración, lo confieso. Desde pequeño me había gustado el arte de aprender, discutir, buscar la Verdad. Una Verdad que rechazaba en los mitos, que despuntaba en la Filosofía, a la que servía en la Medicina. ¿Podría haber algo más que aún no hubiese explorado? Pablo me enseñó que la Verdad que tanto ansiaba desbordaba los libros, pasaba por los hombres concretos y se concentraba en un rostro, un nombre, una persona.

Me cautivó, sí. Él, su mensaje, su espíritu libre. El misterio que él anunciaba y para el que aún no creía estar preparado. Necesitaba más. Los judíos entendían, peleaban y hasta se dejaban convencer. Pero yo, un gran médico, me sentía pequeño e inculto, como ante una puerta que ahora no se abría por mis fuerzas o saberes, sino por pura gracia, como un regalo.

Fueron muchos años junto a él. Se convirtió en un buen amigo.Con Pablo mi vida cambió por completo. Conocí a Jesús. Disfrutaba cuando contaba sus historias, cuando las escuchaba de labios de otros, los testigos o quienes le habían seguido desde el principio. No me cansaba. El hombre que bajaba de Jerusalén a Jericó y herido de muerte fue socorrido por un samaritano, el padre que tenía dos hijos y sólo fue reconocido por el más débil, la mujer pobre que perdió una moneda e hizo una fiesta al encontrarla. Me fascinaba ese Jesús que pasaba grandes ratos de silencio, oración, encuentro con su Abbá... El mismo que al amanecer, junto al lago, llamó a Pedro. El Jesús valiente que tomó la decisión de subir a Jerusalén, que no tuvo miedo a la pasión, que fue resucitado. Ése que fue visto y palpado por muchos testigos. Ese Jesús, amigo de pecadores, que no tenía vergüenza en acercarse a las mujeres e integrarlas a su proyecto, el que disfrutaba rodeándose de niños.

Sí, Jesús, el Señor, el Hijo de Dios, empezó a transformar mi vida por completo. ¡Yo creía que lo sabía todo y era un ignorante! ¡Yo creía que lo tenía todo y sólo era un pobre! Con Jesús no necesité nada más. Me hice de los suyos. Es verdad que ni le había visto ni le había tocado, pero sentí con fuerza como si hubiera estado con Él en el lago, en el Tabor, en el camino, en el Cenáculo... Notaba la fuerza de su vida y su palabra en la gente, experimenté su salvación en quienes conocíamos por el camino, y notaba cómo yo mismo me empezaba a sentir salvado por Él...

¿Qué hacer entonces? Puse mi sabiduría a su servicio. Sabía escribir, dominaba el griego del pueblo, me apasionaba que su vida llegara a mucha gente: ¡que nadie en el mundo se sintiera al margen de esta experiencia de felicidad sin límites! Pregunté a muchos, y de entre todos nadie como María -su madre- me supo contar tantos detalles de ternura y misericordia. Mis palabras se pusieron al servicio de su Palabra, y escribí la Buena Noticia de su vida, los ecos de salvación que yo había experimentado y que había atestiguado en otros mientras recorríamos el camino... Creo que era el año 70 u 80 de nuestra era.

¡Cómo ha pasado el tiempo! Constato que la Palabra sigue teniendo fuerza de salvación, que no ha dejado de ser Buena Noticia. Pero hace falta quien la haga realidad en su vida y se anime a anunciarla. Tú, buscador como yo, que estás leyendo estas líneas, ¿te atreves a coger el testigo?