Congreso para la misión de la Orden

Fr. Moisés Pérez Marcos
Fr. Moisés Pérez Marcos
Convento Virgen de Atocha, Madrid

Del 17 al 21 de enero tuvo lugar en Roma el Congreso Para la Misión del a Orden. Era uno de los congresos que a lo largo y ancho del mundo se han organizado con motivo del año jubilar para la celebración de los 800 años de la fundación de la Orden de Predicadores. A decir verdad, no era “uno” de los actos organizados con este motivo, sino que en cierto modo era “el” acto, pues se trataba del congreso de clausura del año que, en cierto modo, trataba de recoger los frutos del jubileo.


El propósito de este encuentro, según el Maestro de la Orden, fray Bruno Cadoré, no era tanto reflexionar sobre el pasado de la Orden –en el que ha habido tantas luces como sombras– sino mirar hacia el futuro. El congreso quiso ser un nuevo comienzo, una nueva salida a los caminos del mundo para predicar. Y en este sentido, de lo que se trataba era de soñar caminos nuevos, de abrir senderos por los que pueda transitar una predicación renovada. ¿Cómo debe ser nuestra predicación si miramos al futuro en vez de andar siempre enredados con las cosas ya viejas? ¿Cómo actualizarla para que esté a la altura de lo que demanda nuestro mundo, para que dé cuenta de su complejidad cultural, política, económica y religiosa? ¿Cómo renovar la alegría de ser predicadores, de sentirnos enviados? ¿Cómo ahondar no solamente en el sentimiento de familia dominicana, sino en un trabajo de misión verdaderamente compartido entre sus diferentes ramas? ¿Cómo asumir que en nuestra vida nosotros no somos el centro, sino Aquel que nos envía y aquellos a los que somos enviados?


Como es normal, en un contexto en el que intervienen muchas personas, las aportaciones son muy desiguales. Cada hermano o hermana, religioso o laico, habló desde su contexto o lugar de misión: desde Pakistán hasta los EEUU pasando por Irán, Irak, Turquía, España, Francia, Camerún, Burundi, Argentina, Bolivia, Brasil, Austria, México, Canadá, Nigeria… La pluralidad de voces se dejó sentir, aunque reclamaron para sí más presencia los laicos y, también, los jóvenes. A lo largo y ancho del mundo la Orden está desarrollando una misión admirable e inabarcable en tan pocas palabras como de las que dispongo en este espacio. Desde los refugiados hasta las parroquias o los santuarios, desde las universidades hasta las selvas amazónicas, desde los púlpitos hasta los colegios, desde los lugares donde el catolicismo es mayoría social hasta aquéllos en los que es perseguido por el ISIS… Muchos hermanos y hermanas están dejando la vida –a veces literalmente– para predicar el Evangelio: unas veces con palabras, anunciando explícitamente la buena noticia; otras veces simplemente con su presencia, con su atención a los demás, con su amor por el mundo al que han sido enviados. Unas veces con sus pinturas o sus danzas, otras con sus textos o sus investigaciones científicas. La pluralidad de nuestra forma de predicación es asombrosa, y desde el mártir hasta la pedagoga la Orden no pretende otra cosa sino predicar, no busca otra cosa sino ser útil a los demás.


Como suele suceder en este tipo de encuentros, lo más valiosos de todo, al menos para quien esto escribe, ha sido el encuentro con los hermanos, el conocer un poco de su vida, compartir sus inquietudes y esperanzas, soñar juntos posibles caminos de futuro. Es hermoso sentirse partícipe de algo que te supera con creces, sentir que en cierto modo el sufrimiento esperanzado de una hermana en Irak o las clases preñadas de teología y Palabra de una profesora en EEUU son también de uno. Pero aún está por delante el reto del futuro. Tengo la impresión de que la Orden está cambiando, de que en los próximos años habrá transformaciones importantes, quizá discretas y aparentemente imperceptibles, pero que formarán parte relevante de nuestra respuesta ante los desafíos que, como predicadores, nos plantea el mundo.


La Orden, quizá como el mismo mundo al que sirve, está sufriendo transformaciones profundas. Aunque nadie sabe muy bien hacia dónde va esto, parece que hay algunos caminos claros que se están abriendo ante nosotros. Caminos que en cierto modo son nuevos y en cierto sentido son los de siempre: los lugares académicos donde se fragua el pensamiento y se busca el sentido mediante el estudio, la realidad de la migración y los refugiados, la cuestión de las religiones en el mundo y el diálogo entre ellas, los fenómenos identitarios (que no siempre son respuestas inteligentes ante una globalización innegable), la transformación profunda de los modos de comunicarse las personas (que no siempre conducen a una comunicación real, sino a una ficción de la misma), el imperio de una forma de mercado ultraliberal, la explotación de los recursos naturales a veces a costa del equilibrio del planeta y de la paz y libertad de los pueblos que habitan las tierras en los que se extraen, las heridas que aún permanecen como consecuencia de los procesos de descolonización, la crisis de crédito de la política (que parece estar transformando lo que pensábamos y esperábamos de las democracias), la transformación vil de lo humano en una más de las mercancías que se compra y vende impunemente, la evidente crisis ecológica a la que estamos expuestos, la cuestión de la protección de los pueblos originarios y los derechos de las personas que los componen, la vulnerabilidad como parte del corazón de lo que define lo humano, la condición pisoteada de la mujer a lo largo y ancho del mundo, la crisis de la familia y de las células básicas de la sociedad, la tentación fundamentalista de las religiones, la transformación de las propias estructuras eclesiásticas…


Como dijo fr. Bruno Cadoré en las palabras de clausura, nos queda aún mucho que “estudiar, estudiar y estudiar, para fundar comunidades y predicar” ¿Tendremos el coraje de transitar los nuevos caminos? Dios quiera que, con su aliento, así sea.