"Abiertos a la esperanza" domingo I de Adviento (Mt24, 37-44)
Hoy iniciamos un nuevo Año Litúrgico (Ciclo “A”). Iniciamos igualmente el Tiempo de Adviento que comienza cuatro domingos antes de la Navidad. En concreto el domingo más cercano a la fiesta de San Andrés (30 de noviembre). Y dependiendo del día de la semana en que cae la Navidad, el Adviento puede llegar a durar entre 21 y 28 días.
Adviento; en latín adventus, significa venida, presencia (parusía en griego). Para nosotros los cristianos, el Adviento es a la Navidad-Epifanía lo que la Cuaresma es a la Pascua. Ambos tiempos son penitenciales, pero no lo son de la misma manera. El Adviento nos abre a la esperanza, y la Cuaresma, nos adentra en el misterio de la muerte y resurrección de Jesús. El Adviento es un tiempo con mucho contenido simbólico. Un simbolismo que se traduce en el hecho de que, para los cristianos, el Adviento es un tiempo de preparación, de espera de este Jesús que; igual que nació un día en Belén hace más de 2015 años, seguirá «naciendo» en todos los corazones de aquellos que le reconocen como Hijo de Dios. Jesús viene como el enviado del Padre, aquél con y por quien el Padre revela su palabra y su gracia.
Vivir el Adviento de Jesús pasa por –como leemos en el evangelio–, estar preparados y en vela porque no sabemos el día ni la hora. Esto, lejos de preocuparnos, debería abrirnos a la esperanza de que efectivamente, el Señor viene a salvar al mundo. Lo cual significa que, la esperanza que celebramos en el Adviento es una espera activa que nos pone en “sintonía” con el mundo, y nos compromete activamente con él. La esperanza y el Adviento nos ubican en el ya de la encarnación del Hijo y en el todavía no de la plenitud y salvación futuras del hombre. En el Adviento escuchamos las palabras de los profetas, y hacemos nuestros los sentimientos de María y de José en la espera de su hijo Jesús. Vivimos la alegría de creer que Dios mismo se hace hombre como nosotros, para compartir nuestra vida y llevarnos hacia Él. Jesús encarna en su persona al Dios verdadero y al verdadero hombre. Es, en ese sentido, una esperanza repleta de significado porque constituye una explosión de gracia y luz para el hombre en la Navidad. Queremos creer y creemos que Jesús se hace presente en nuestras vidas, en la vida de cada uno.
A partir de este domingo, cualquier persona (creyente) que entre en una Iglesia ha de experimentar que comienza un ciclo diferente, una especie de “aire” distinto. Esta impresión, de entrada, puede ayudarnos a “conectar” y vivir con seriedad este tiempo. Conectar con ese yo interior que se pregunta y busca respuestas a sus interrogantes. Poder examinar nuestras vidas, y reconocer lo que es digno de mejora y de tomar la iniciativa. Sólo así, creo podremos escudriñar igualmente los signos o señales de Dios. Conectar también con la gente que está a nuestro alrededor, sobre todo con los pobres, marginados, migrantes, etc. Como dice Jesús en el evangelio: «Levantaos, alzad la cabeza, se acerca vuestra liberación».
Pablo VI recomendaba, en la exhortación apostólica Marialis Cultus, dar al Adviento un especial sentido mariano. María ha de ser para nosotros el gran modelo. María deseaba como nadie que todos los hombres y mujeres, especialmente los pobres y marginados pudieran levantar la cabeza, a fin de que este mundo fuera liberado de tanto dolor innecesario. Porque está dispuesta a colaborar en esta acción de Dios, acepta ser la Madre de Jesús.
En el Adviento, unido a María está su esposo San José. Si María es la fe manifestada como sentimiento, José es la fe que medita y reflexiona. José nos enseña lo que es la humildad, la tolerancia, la honestidad, la mansedumbre, el saber callar cuando se debe ser prudente.