"Del júbilo a la Pasión" Domingo de Ramos, Ciclo B (Mc 14, 1-15,47)
Me gustaría que me acompañaras en la inauguración de la Semana Santa. Como en las grandes obras de música o de teatro, se trata de una obertura o preludio que introduce ya en el profundo drama que vamos a vivir en días sucesivos. No era así todavía entre los primeros cristianos. Ellos celebraban la Pascua anual, máxima solemnidad del año, en una sola festividad. Todo se concentraba en ese día radiante y jubiloso, intensamente esperado y anticipado a lo largo de cada domingo del ciclo litúrgico. Fue en el siglo IV cuando se comenzó a fragmentar la celebración de esa gran fiesta y surgió entonces la Semana Santa, que se inicia precisamente con el Domingo de Ramos.
Estamos, pues, en el pórtico de la celebración del gran acontecimiento de la Pascua. En él se concentran, de manera muy expresiva, sus dos aspectos principales: el triunfo y el fracaso, el aplauso y el sufrimiento, la muerte y la gloria de Jesús. La procesión de los ramos imita a la que se realizaba en Jerusalén, desplazándose la comunidad desde el monte de los olivos hasta la ciudad santa y cantando: "Bendito el que viene en nombre del Señor". Eran sobre todo los niños los que llevaban en sus manos las palmas y los ramos de olivo, entonando con júbilo cánticos de alabanza. Así se rememoraba la entrada triunfal de Jesús en Jerusalén.
Ese es el aspecto luminoso de la celebración de este domingo. Se aclama a Jesús como el Mesías tanto tiempo esperado, que va a reinar por fin en el mundo. Para los cristianos es ya un vislumbre de la resurrección gloriosa del Señor y justifica la alegría que se desprende de los cantos litúrgicos que acompañan la procesión. Los escucharemos juntos si participas conmigo en la celebración: "Del Señor es la tierra y cuanto la llena; él es el Rey de la gloria" (Sal 23). "¡Pueblos todos, batid palmas, aclamad a Dios con gritos de júbilo!" (Sal 46) "Tú eres el Rey, el Señor, el Dios Fuerte, la Vida que renace del fondo de la Muerte" (cántico procesional).
Pero ya sabes que en este día no todo es júbilo. El Domingo de Ramos anuncia también la pasión de Jesús. Las lecturas bíblicas evocan el sufrimiento del Siervo de Yahvé, ese personaje misterioso entrevisto por el profeta Isaías en varios momentos de su libro. Y cada año se lee también uno de los relatos de la pasión que han compuesto cada uno de los tres evangelistas sinópticos. En Jesús se cumple lo anunciado por los profetas. Son relatos sobrios que describen a grandes rasgos, cada uno desde su propio punto de vista, el drama vivido por el Hijo del hombre al final de sus días.
Los evangelistas eran, al fin y al cabo, predicadores a su modo. La suya es una predicación pastoral que pone el acento en la libertad con que Jesús acepta y se entrega a su destino, en conformidad con la voluntad del Padre y asumiendo su proyecto salvífico a favor de la humanidad. Sí, pero si nosotros tuviéramos que hablar, en un mismo día, de esos dos aspectos tan opuestos entre sí, ¿cómo lo haríamos? Nuestra predicación tiene que mostrar tanto la ruptura como la continuidad entre esos dos momentos de la vida de Jesús. Y tiene que hacerlo como sólo pueden hacerlo los cristianos: a la luz de la resurrección.
Ya te dije que el júbilo de la entrada de Jesús en Jerusalén anticipaba la alegría que iba a provocar poco después su resurrección. Es necesario poner de manifiesto el sentido auténtico de su mesianismo. No es precisamente el que esperaban los israelitas, un mesianismo espectacular, grandioso, que pusiera a sus enemigos debajo de sus pies. No. Este mesías será un mesías humilde, sufriente, sometido a la arbitrariedad de los juicios humanos, víctima de una sentencia injusta. Y, sin embargo, capaz de transformar la vida entera de los pueblos por la fuerza del amor. Un amor que acoge la muerte para vencer desde la cruz su poder destructivo y abrir un camino de esperanza a las aspiraciones más profundas de la humanidad.
¿Qué más te parece que deberemos decir? Nuestra predicación habrá de dejar también muy claro que somos parciales en nuestros criterios y volubles en nuestros sentimientos, a la vista de lo sucedido en Jerusalén. Un pueblo que aclama con entusiasmo al que confiesa por su rey y al que, sólo unos días después, va a condenar sin escrúpulos. ¿Y sabes quién es ese pueblo? Ese pueblo somos nosotros, capaces de lo mejor y lo peor en el plazo de una sola generación. Y aun, quizá, en un mismo día. Estoy seguro de que lo sabes detectar en los diversos quehaceres de nuestra vida ordinaria. ¿No estamos siendo ese pueblo cuando proclamamos por la mañana nuestro compromiso de gobernar con justicia y equidad, y por la tarde desmentimos esos buenos propósitos con una gestión corrupta? ¿O cuando prometemos muy seriamente ser solidarios con los necesitados, y defraudamos a renglón seguido las esperanzas de los que habían confiado en nosotros? ¿O cuando alguno declara solemnemente a su pareja: "Te amaré siempre", para traicionar en poco tiempo la ilusión que había generado semejante promesa?
Y, sin embargo, la predicación de un dominico a ese pueblo es, ante todo, predicación del perdón y de la gracia. Somos conscientes del mal que hacemos, pero estamos sobre todo convencidos de que Dios es misericordioso con nosotros. La última palabra tendrá que ser siempre de aliento sincero, de optimismo sereno, de esperanza firme. ¡Cristo ha resucitado! ¡La esperanza ha renacido! En la película "Jesús de Nazaret", de Zefirelli, la Magdalena, después de encontrarse con Jesús, anuncia que está vivo y pregunta a Pedro: "¿Crees que ha resucitado?" Y él, tras una breve vacilación, responde: "Sí, lo creo, porque me ha perdonado".