Devolver la vida a muchas muertes
X domingo del Tiempo Ordinario
Jesús, yendo de aldea en aldea, llega Naín para anunciar también allí la Buena Noticia de Dios y se encuentra con un cortejo fúnebre camino del cementerio. Una madre viuda, acompañada por sus vecinos, lleva a enterrar a su único hijo. En palabras de San Lucas, al verla “el Señor la miró, se conmovió y le dijo: No llores”.
Se acerca al féretro, detiene el entierro y dice al muerto: “Muchacho, a ti te lo digo, levántate”. Cuando el joven se reincorpora y comienza a hablar, Jesús “lo entrega a su madre”. Jesús es el profeta de la compasión de Dios y el profeta de la vida. Jesús vino de parte de Dios para traernos compasión, ternura, amor, es decir, “vida y vida en abundancia” y, por lo tanto, vino también para combatir todo aquello que nos provoque la muerte, todo tipo de muerte. Porque en nuestro caminar terreno nos vemos acechados por varias muertes, que matan rincones importantes de nuestra vida.
Jesús busca por todos los medios que no demos muerte a la compasión en nuestro corazón y la resucita las veces que sean necesarias, porque sin compasión no se puede vivir. Necesitamos mantenerla viva y que ella guíe nuestros pasos. Además de animarnos con sus parábolas a ser compasivos, como el buen samaritano, como el padre del hijo pródigo… nos ofrece su ejemplo. Movido por sus entrañas compasivas alivia el gran dolor de una madre viuda y devuelve la vida a su hijo, movido por esas mismas entrañas compasivas, da de comer a los que le siguen en despoblado, multiplicando los panes y los peces. Movido por la compasión, nos regala el alimento de su amor multiplicando su cuerpo y su sangre en cada eucaristía. Jesús nos pide que no hagamos caso a los enemigos de la compasión, a los que quieren matarla: el egoísmo, el pensar solo y exclusivamente en uno mismo, el cerrar los ojos ante los dolores y tragedias de los demás… es que un mundo sin compasión es un mundo terrible, inhumano. Jesús el compasivo, el que alivia el dolor de la viuda nos pide: “Sed compasivos como vuestro Padre Celestial es compasivo”.
Jesús quiere que no matemos el sentido y la esperanza, porque sin sentido y sin esperanza se vive muy mal. Nos regala el sentido y la esperanza para que aniden siempre vivos en nuestro corazón. Nos asegura que nuestra vida tiene sentido, no es absurda, no es una vida que un día empieza y otro termina para hundirse en el vacío y la nada. El horizonte de nuestra existencia va mucho más allá de nuestra muerte. Hay vida después de la vida. Nos espera nuestro Padre Dios para saciar los infinitos anhelos de felicidad que él introdujo en nuestra alma al crearnos. La humillación, las injusticias, los sobornos, los abusos, las corrupciones, la violencia de género y las otras, todas las fuentes de sufrimiento… van a desaparecer para siempre. Jesús mata el sinsentido y la desesperanza. Con su vida, muerte y resurrección y con nuestra vida, muerte y resurrección mantiene vivos en nuestras entrañas el sentido y la esperanza. “Venid benditos de mi Padre a disfrutar del Reino preparado para vosotros desde la creación del mundo”.
Jesús viene a dar muerte a la soledad afectiva y a avivar el fuego del amor. Nos ruega que, suceda lo que suceda en nuestra vida, nunca matemos el amor. En este terreno como en todos sigue el mismo camino. Trata de convencernos con sus palabras de la importancia del amor y nos da ejemplo de amor, su vida fue una historia de amor. Una de las tragedias humanas más fuertes es vivir en soledad no deseada, vivir sabiendo que cuando regrese a casa nadie me espera, nadie me va a llamar por mi nombre, nadie me va a recibir con un gesto de amor. Si muero en casa nadie me va a echar en falta… porque nadie me espera.
Pero los seguidores de Jesús tenemos una gran suerte. Nunca padecemos la devastadora enfermad de la soledad afectiva. Siempre que llegamos a casa, siempre que vamos a una eucaristía, siempre que abrimos la puerta de nuestro corazón “alguien nos espera”.
Y ese alguien es ni más ni menos que Jesús de Nazaret, el mismísimo Hijo de Dios. Nos espera para hablarnos, para ofrecernos palabras que siempre contienen vida y luz; nos espera para escucharnos; nos espera también para ofrecernos su persona, su amor, con el fin de que también nosotros entreguemos la vida por amor a favor de los demás como Él la entregó.
Jesús quiere convertir nuestra vida en una permanente cita de amor, porque siempre ese “alguien nos espera” es “alguien que nos ama”. El amor pide presencia y pide eternidad, no se acomoda nada bien a la ausencia del ser amado y a gozar de él solo unos días, unos meses, unos años, pide eternidad. Bien lo intuyó un buen cristiano cuando afirmó: “Amar a alguien es poder decirle: tú no morirás jamás”. Y Jesús, que es Dios y tiene muchas más posibilidades que nosotros, va a satisfacer este gran deseo de todo corazón que ama. Por eso, nos dice a cada uno de nosotros: “Quien me sigue, vivirá para siempre”.