Dios sigue hablándonos y llamándonos, hoy
Un año más, en nuestro camino cuaresmal, la Iglesia nos propone el pasaje de la Transfiguración para este segundo domingo de Cuaresma. Es un pasaje enigmático y lleno de simbolismo. Uno de esos episodios en los que los personajes, el clima, el terreno, todo nos quiere transmitir algo. Pero además, para entenderlo con toda su fuerza, puede ser interesante situarlo en su contexto.
Poco antes de la subida al Monte Tabor, han ocurrido dos hechos fundamentales que el evangelista nos transmite con gran fuerza. El primero, ha sido la confesión de Pedro, que reconoce a Jesús como «el Mesías, el Hijo del Dios vivo». Después de instituir a Pedro como el primero, sin embargo, en vez de un anuncio glorioso, de cómo Dios iba a restaurar el reino davídico o a instaurar la supremacía de Israel sobre las naciones, viene un anuncio impactante. Jesús anuncia por primera vez a sus discípulos cuál es su destino. Esto se escapa a la lógica humana. Y es Pedro, el mismo que lo había confesado como Mesías, el que vuelve a tomar la palabra. Pero para recriminar a Jesús. La imagen del “Mesías” que tiene Pedro no coincide con la de Jesús. Aún no ha comprendido el verdadero proyecto del Reino.
Y es a los pocos días cuando nos encontramos a Jesús llevando consigo a Pedro, junto con Santiago y Juan, en este monte alto. Son los mismos que estarán con Jesús en la agonía de Getsemaní. Pero la situación es antagónica. En el Tabor se encuentran en pleno día, mientras que en Getsemaní estarán de noche. Aquí van a ver a Jesús, al Mesías, el Cristo con toda su majestad. Jesús se transfigura delante de sus discípulos. Cristo deja ver la gloria de la resurrección. Una gloria de la que no hay atisbo en el Jesús sufriente, pocas horas antes de su Pasión. En el Tabor, Jesús dialoga con Moisés y Elías, que representan la Ley y los Profetas, la máxima autoridad para un judío. Y ante dicha conversación, Pedro, Santiago y Juan están asombrados, como embobados. Tanto que Pedro les propone hacer tres tiendas. El mismo que por tres veces será incapaz de orar ante la agonía del Señor, al igual que los hijos de Zebedeo.
Pero es después de la ocurrencia de Pedro, cuando una nube los cubre. Entonces, la misma voz del Bautismo vuelve a proclamar: «Este es mi Hijo, el amado, en quien me complazco». Pero no sólo repite lo que oímos en el Bautismo. Añade una palabra que es fundamental en la vida de un discípulo: «Escuchadlo». Aquí está la clave. Jesús no podía transfigurarse sin antes haber anunciado ya su Pasión. Es así y aún sus discípulos, además los más cercanos, no son capaces de comprender lo que está pasando. Incluso habrá dos anuncios más de la Pasión camino de Jerusalén y ellos seguirán sin comprender. Y no podrán hasta que el acontecimiento de la Pascua los ilumine, hasta que el encuentro con el Señor Resucitado los “transfigure” de alguna forma. No podrán comprender del todo «hasta que el Hijo del hombre resucite de entre los muertos».
Dios nos indica que debemos estar a la escucha continua de su Hijo, el amado, el que cumple su voluntad. Nos invita a mirar la realidad, por tanto, con otros ojos. Con los ojos de su propio Hijo, que son los del Espíritu. Y es con esta mirada espiritual, celestial, cuando podemos mirar la realidad de una forma transfigurada. Cuando podemos ver la bondad de Dios en los hombres y la creación. Dios sigue transfigurándose hoy en día, sólo debemos saber mirar bien. Y Dios sigue hablándonos y llamándonos hoy en día. Su voz sigue diciendo de forma clara lo que debemos hacer. Simplemente debemos estar atentos y escuchad.