Domingo de Pasión
Ya finaliza la Cuaresma y comienza la Semana Santa; comienza la vivencia del misterio pascual; comienza la pasión del Señor. Y lo hacemos, como todos los años, mediante la celebración del Domingo de Ramos, cuando Jesucristo, conforme a la profecía de Zacarías, entra en Jerusalén sentado sobre un pollino de borrica, y a su encuentro sale una multitud con ramos de olivos.
Este acontecimiento, momento de inflexión en la vida y misión del Hijo de Dios como Mesías de la humanidad, es recordado y revivido en la procesión de ramos. Con este rito de entrada expresamos de manera visible lo que ha sido todo nuestro previo peregrinar de Cuaresma. Podemos ver, quizá con cierto asombro, cómo en este domingo tenemos dos evangelios, ambos sacados del texto de Lucas: la mencionada entrada en la Ciudad Santa y su consecuente acontecimiento pascual: la pasión y muerte de Jesús (así como su resurrección, que ya viviremos más adelante).
Por un lado, proclamamos todos juntos como pueblo de Dios: «¡Bendito el que viene en el nombre del Señor!»; pero, por otro lado, caemos en la infidelidad de olvidarnos de Dios, revelado plenamente en Cristo Jesús: tiene lugar la pasión del Señor. Este día manifiesta de forma especialmente clara los dos polos del misterio pascual, síntesis de contrarios que el creyente experimenta habitualmente en su vida: tenemos aceptación, pero también rechazo; hay luces… y sombras; vida… y muerte. De la alegría y fiesta iniciales, pasamos a la honda contemplación de la pasión del Señor, en la que podemos ver la mayor muestra de compasión, la suprema entrega por amor: amor crucificado, amor perfecto.
Si bien en esta vida para nosotros el misterio pascual sigue siendo eso, un misterio, podemos reflexionar sobre ello, como, entre muchos otros, hizo santo Tomás de Aquino. Según él, era necesario que el Hijo de Dios padeciera por nosotros, principalmente por estas razones: para liberarnos (de los males que nos sobrevienen) y para darnos ejemplo (de cómo actuar en la vida). «En la cruz hallamos el ejemplo de todas las virtudes», las cuales son el camino de la santidad: la manera de vivir de forma tranquila, plena y feliz.
Celebremos juntos esta fiesta unido como hermanos, unidos a nuestro hermano mayor, Nuestro Señor, quien «se humilló a sí mismo; por eso Dios lo exaltó sobre todo». Por puro e incondicional amor, nos ha conseguido la victoria segura y definitiva sobre el mal, sobre nuestras miserias y limitaciones: las tinieblas, el pecado, la muerte. Reunidos en torno al altar de la eucaristía, vivamos esta unión tan paradójica de los contrarios desde nuestro interior, teniendo presente que este altar, al mismo tiempo que sacrificio, es también el banquete festivo de los hijos de Dios.