"Jesucristo, Rey del Universo". XXXIV domingo del T.O (Lc 23, 35-43)

El evangelio nos ofrece, en la fiesta de Jesucristo Rey del Universo, a un Jesús crucificado, a un rey y salvador crucificado como a un malhechor, escándalo para los judíos y necedad para los gentiles. La imagen que presenta el texto es totalmente diferente a la idea que tenemos de un rey de este mundo. La paradoja radica entre un rey que lo tiene todo, en sentido material: dinero, terrenos, oro, plata, y otros que se presenta sin bienes, despojado de todo, sin un territorio para reinar más que en la cruz. Sin embargo, este rey poco común ofrece un reino eterno e inmortal, un reino de salvación.


De aquí podemos intentar explicar el significado que hemos de dar al símbolo de Jesucristo como Rey del Universo en nuestras vidas. Diríamos en primer lugar, que es un reino invisible pero que ya está entre nosotros; que es un reino no palpable pero sensible, un reino desconocido pero practicable y cognoscible. En la intervención del malhechor que increpó al otro cuando insulta a Jesús, hay una señal de que el Reino de Dios abre corazones y llega allí donde hay disposición para escuchar al Señor. Este condenado reconoce su culpabilidad y la inocencia de Jesús de tal manera que en él opera la fuerza del bien que trae el Reino de Dios.


Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu reino. Y Jesús le responde: te lo aseguro, hoy estarás conmigo en el paraíso. El ladrón arrepentido antes de aceptar su suplicio hace notar su temor hacia Dios, no se trata de miedo, ni distancia, como al que se le tiene al enemigo, sino el humilde reconocimiento de la infinita grandeza del Creador. Reconoce que es culpable y se siente arrepentido, pero sabe que el castigo que está pasando se lo merece según la ley, en cambio reconoce la inocencia de Jesús y el injusto juicio que le han hecho. Con las palabras en defensa a Jesús, el malhechor recibe una nueva oportunidad y la recompensa del Reino. En el último instante de su vida roba el mejor tesoro, el amor, la misericordia de Dios y la entrada en su Reino.


Los cristianos seguimos a un Rey crucificado, un rey distinto a los de este mundo. Un Rey que nos ofrece paz, esperanza y amor, que nos trae la salvación. De la crucifixión brota la vida que no se acaba porque ha sido una entrega generosa nacida del amor. Jesucristo es Rey del Universo porque venció la muerte y vive para siempre por su amor y fidelidad al Padre Dios. Esta verdad de fe que hemos recibido y trasmitimos tiene que ir acompañada de obras. Porque creer no es solo decir “Señor, Señor”, sino también hacer lo que Él hacía: ayudar al necesitado, al pobre, dar de comer al hambriento y amarlos como a nosotros mismos incluso hasta entregar nuestra propia vida por ellos. Es de este modo como se gesta el reino de Jesús, con nuestra colaboración. Las bienaventuranzas cuando dicen “bienaventurados los pobres porque de ellos es el reino de los cielos” (Lc: 6,20), afirma que nosotros debemos trabajar con humildad y humanidad frente a los hermanos que necesitan nuestra ayuda, nuestro tiempo, nuestra vida. Porque el reino de Dios empieza con una tendida de mano al necesitado hasta la entrada en el paraíso, donde todos alcanzaremos nuestra felicidad completa.