La alegría del Resucitado - Segundo domingo de Pascua
La presencia del Resucitado en medio de sus discípulos es motivo de alegría, de gozo, de esperanza.
Estamos en Pascua. Nos hemos venido preparando intensamente durante la Cuaresma para vivir el Misterio Pascual. Para vivir la alegría de dicho acontecimiento en el cual se funda nuestra fe. Estamos, por tanto, en el tiempo litúrgico más importante para un cristiano. Curiosamente nos puede pasar como a los discípulos en el Evangelio, que nos encontremos con miedo y encerrados en nuestras casas. O que la alegría de la Vigilia Pascual haya durado solamente el tiempo de la misma y la celebración posterior. Pero estamos en un tiempo de alegría y de gozo, porque el Señor Jesús no sólo murió por nosotros, sino que resucitó, también por nosotros.
Podemos ver que el Resucitado repite tres veces el mismo saludo a sus discípulos: «Paz a vosotros». Los discípulos habían abandonado a Jesús durante el duro paso de la Pasión. Se habían escondido y estaban encerrados por miedo a sufrir lo mismo que su Maestro. El Resucitado, en lugar de una actitud de reproche toma una actitud de paz, de reconciliación con sus discípulos. Una actitud tan desbordante que cuando los envíe lo hará para “perdonar los pecados”. El cristiano debe ser portador de paz y perdón en medio de un mundo herido por la guerra y el rencor. Ser capaces de sanar las heridas que existen incluso entre las distintas confesiones cristianas para ser verdaderos testigos del resucitado.
La presencia del Resucitado en medio de sus discípulos es motivo de alegría, de gozo, de esperanza. Así debemos intentar vivir este tiempo de gracia que es la Pascua. Llevando un mensaje esperanzador, contagiar nuestra alegría al hermano que pueda haber perdido toda esperanza. Alegría que lleva a anunciar la Buena Nueva de la resurrección, como hacen los discípulos con Tomás, que no se encontraba presente la primera vez que el Resucitado se dejó ver. Una alegría que aflora en lo profundo de nuestro ser con el fuego del Espíritu Santo que el Señor ha derramado en nuestros corazones.
La Pascua es un buen tiempo para crecer en la fe, para ir desprendiéndose de esa necesidad tan humana de los signos, de ese «ver» de Tomás sin el cual no podía creer. Es el tiempo de ir transformándonos, cada vez más, en esos «dichosos» que creen sin haber visto. Pero también es el tiempo del envío, de la acción del Espíritu que sigue empujando a los hombres y mujeres de este mundo a ir más allá. A interrogarse y ver qué quiere Dios de ellos. La Pascua, por tanto, es un buen tiempo para preguntarnos qué quiere Dios de nosotros.