La curación del ciego (IV dom. de Cuaresma)
En los tiempos de Jesús ser ciego era pertenecer al mundo de los despreciados. El ciego debía tener una culpabilidad, bien personal, bien heredada de sus padres o antepasados. Ser ciego era como haber recibido un castigo para toda la vida.
Una mirada vale más que mil palabras. Estamos llamados a dejar la ceguera y habitar en la luz.
Nosotros a veces no valoramos el don de la visión: cada día, cuando despertamos entre los muchos regalos que Dios nos hace, también nos encontramos con el milagro de poder ver. El sentido de la vista es uno de los sentidos más milagrosos de la vida humana, y a su vez uno de los más excitantes en nuestra experiencia. Fijaos en que constantemente el mercado se aprovecha de nuestra visión y nos estimula motivándonos a comprar. Hoy vivimos en el mundo de la imagen: lo que entra por la visión parece que tiene mucha fuerza.
Los ojos representan el espejo del alma, porque reflejan de manera inmediata todas nuestras emociones, nuestros miedos y nuestras caras emotivas más secretas... Una mirada vale más que mil palabras y, de hecho, gracias a los ojos comunicamos estados de ánimo y manifestamos nuestro carácter.
Dejarnos iluminar por Jesús significa dejar que él nos unte barro y que vayamos a lavarnos. En otras palabras, dejar de ser el hombre viejo y junto con él ser hombre nuevo. La Cuaresma es un tiempo oportuno para decir adiós a nuestra ceguera espiritual: Dios por su palabra nos ofrece la luz. Habitar en la luz es dejarse guiar por la gracia de Dios, la gracia permite que participemos de la luz de Cristo y ofrecer la luz a la demás. Los cristianos estamos llamados a dejar la ceguera y habitar en la luz.