La inmaculada concepción: un don único de la gracia divina.

La inmaculada concepción: un don único de la gracia divina.

Fr. Moisés Norberto Nkogo Ndong Mokuy
Fr. Moisés Norberto Nkogo Ndong Mokuy
Real Convento de Predicadores, Valencia
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Cada 8 de diciembre, justo nueve meses antes de la fiesta de la Natividad de María (8 de septiembre), la Iglesia celebra la solemnidad de la Inmaculada Concepción de la Santísima Virgen María, conocida también como la Purísima Concepción. Esta fiesta fue establecida en 1476 por el Papa Sixto IV; Clemente XI la hizo universal en 1708.

Pío IX proclamó solemnemente en 1854 el dogma de la Inmaculada Concepción de María: «Declaramos, afirmamos y definimos verdad revelada por Dios la doctrina que sostiene que la santísima Virgen María fue preservada, por especial gracia y privilegio de Dios omnipotente, en previsión de los méritos de Jesucristo Salvador del género humano, inmune de toda mancha de pecado original desde el primer instante de su concepción» (Bula Ineffabilis Deus, 1854).

La humildad de María como clave

María no solo no cometió pecado alguno, sino que fue preservada incluso de la herencia común del género humano (el pecado original), por la misión a la que Dios la destinó desde siempre: ser la Madre del Redentor. El fundamento bíblico de este dogma se encuentra en las palabras que el ángel dirigió a la joven de Nazaret: alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo (Lc 1,28).

La predilección por María yace en el misterio insondable de Dios. Sin embargo, hay un motivo clave: su humildad. En el Magnificat lo resalta la misma Virgen: Proclama mi alma la grandeza del Señor,[...] porque ha mirado la humildad de su esclava (Lc 1,46.48).

Recepción por la fe y donación por amor del Verbo encarnado

María es desde siempre y por siempre la amada, la elegida, la escogida para acoger el don más precioso, Jesús, el amor encarnado de Dios (Deus Caritas Est,12). ella acogió con fe a Jesús y con amor lo donó al mundo. Esta es también nuestra vocación y nuestra misión, la vocación de la Iglesia, sobre todo, en este tiempo de cuaresma: prepararnos para acoger a Cristo en nuestra vida y donarlo al mundo para que el mundo se salva por él (cf. Jn 3,17).

María, signo de esperanza y consuelo

En Adviento salimos al encuentro de Dios que viene, miramos a María que brilla como signo de esperanza segura y de consuelo para el pueblo de Dios en camino (cf. Lumen Gentium 68). En este tiempo, María nos educa en la preparación, acogida y recepción del Señor en nuestras vidas. Cada vez que experimentemos nuestra fragilidad y sugestión del mal, podemos dirigirnos a ella sabiendo que nuestro corazón recibirá luz y consuelo.

En suma, María es la Inmaculada por un don gratuito de la gracia de Dios, que encontró en ella perfecta disponibilidad y colaboración. Que el Verbo encarnado encuentre escucha, recepción y respuesta en nosotros, para que seamos morada del niño Dios en medio de nuestros hermanos, desde la cercanía, sencillez, servicio, humildad y alegría.