Navidad es atreverse a soñar

Fr. Moisés Pérez Marcos
Fr. Moisés Pérez Marcos
Convento Santo Tomás de Aquino, Sevilla
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IV Domingo de Adviento

El fragmento del evangelio que hoy proclamamos tiene como protagonista indiscutible a un niño que va a nacer, un niño al que José, por mandato del ángel, llamará Jesús. Además, el nacimiento de este niño se nos presenta como cumplimiento de la profecía de Isaías, que es la que aparece en la primera de las lecturas. Al cumplimiento de las profecías de Isaías hacen también referencia en la liturgia de vísperas las conocidas “antífonas O”. La de hoy, día 19, reza así: “Oh Renuevo del tronco de Jesé, que te alzas como un signo para los pueblos, ante quien los reyes enmudecen y cuyo auxilio imploran las naciones, ven a librarnos, no tardes más”.


Pero el texto nos habla también de cómo José recibe la noticia de estos acontecimientos, de cómo el ángel le anuncia, en sueños, que Emmanuel (Dios-con-nosotros) iba a nacer del vientre de María. Es interesante comprobar que José se encuentra en una situación atribulada. Desde su perspectiva las cosas no van nada bien. Cuando aún no se había consumado su matrimonio con María –aún no se habían ido a vivir juntos– resulta que ella espera un hijo. Supongo que debió sentirse engañado, decepcionado, frustrado.


Muchas veces en la vida religiosa podemos sentirnos así. Como José podemos estar sumidos en cierto desasosiego, tal vez porque las cosas no responden a nuestras expectativas. Pero no debemos desesperar. El texto muestra que lo que al principio era percibido por José como un problema, una decepción, resultó ser realmente la mismísima acción de Dios, que intervenía para enviar la tan esperada salvación a los humanos, para hacerse presente de un modo muy especial entre ellos. A veces Dios actúa de modos que pueden contrariarnos. Sabemos de sobra que sus caminos no son nuestros caminos, como escribió también el profeta Isaías.


No estoy proponiendo que debamos resignarnos ante cualesquiera cosas que nos ocurran, que debamos encogernos de hombros y decir aquello de: “es la voluntad de Dios”. Y no estoy proponiendo eso, porque creo que el convertir nuestras situaciones aparentemente frustrantes en algo fecundo y enriquecedor depende, en gran medida, de nosotros, de nuestras actitudes. José, para cambiar su perspectiva y poder ver la acción salvífica de Dios, tuvo que soñar. Sé que es forzar un poco la interpretación del texto, pero si, como hizo José, no somos capaces de soñar, no podremos abrir nuestra mente, nuestro corazón, a la oferta de salvación: no podremos hacer fecundos nuestros sinsabores.


Hemos de atrevernos a soñar. Eso no significa que debamos convertirnos en unos ilusos o unos “románticos”. Soñar es un modo de hacer que el futuro resulte fértil. Soñar es preñar de posibilidades el mañana. Cuando nos atrevemos a soñar juntos un futuro mejor estamos también generando la posibilidad de que Dios, que es siempre novedad inagotable, actúe de nuevo en nuestra historia. Nuestra espera ha de ser soñadora. Ha de contar con esa lógica de los sueños que nos resulta a veces extraña, pero se trata de una lógica abierta a lo extraño de Dios, a lo sorprendente de los modos en los que nos hace llegar su salvación. ¡Quién iba a esperar la salvación del mundo en aquel niño nacido en condiciones precarias y envuelto en pañales! Soñar nos ayuda a discernir, de entre las cosas que nos ocurren, cuáles podemos atribuir a voluntad divina, cuáles hacen posible la construcción de un mundo más bueno. Soñar hoy es anticipar la plenitud que tendremos mañana. Sin sueños nuestro futuro está muerto. Sin sueños no puede haber Navidad.