Pentecostés: La Alegría del Espíritu Santo

Fr. Moisés Pérez Marcos
Fr. Moisés Pérez Marcos
Convento Santo Tomás de Aquino, Sevilla

En los textos de las eucaristías de las últimas semanas de Pascua se nos ha presentado en muchos momentos las últimas conversaciones de Jesús con sus discípulos. Justo antes de morir, los evangelistas -especialmente San Juan- nos han presentado los discursos de despedida de Jesús, en algunos haciendo referencia él mismo a su muerte. En ellos los discípulos están con el Maestro y -quizá como nosotros- no entienden lo que les dice. Una cosa está clara en casi todos: Jesús les dice que lo van a pasar mal. Llorarán, se lamentarán y estarán tristes porque van a dejar de verle, porque Jesús va a morir horriblemente en una cruz. Pero la historia no termina ahí: al mismo tiempo Jesús les está anunciando que volverán a verle, que dentro de poco su tristeza se convertirá en alegría y una alegría que nadie podrá arrebatarles.

¿Por qué los discípulos se van a alegrar con una alegría que nadie les podrá arrebatar? La fuente de la alegría les viene de dos acontecimientos que son en realidad inseparables: la experiencia de la resurrección y la experiencia del Espíritu. Al experimentar la resurrección los discípulos descubrieron que las palabras del Maestro tenían sentido, que su modo de ser y actuar era válido, que toda la esperanza que habían depositado en él no quedaba defraudada y que Dios daba su visto bueno a todo. La resurrección significaba que ese mal que habían tenido que soportar, esa tristeza y ese llanto habían sido vencidos por la vida y la alegría. La experiencia del Espíritu es lo que siguió manteniendo a los discípulos, una vez que dejaron de ver a Jesús, en aquella alegría.

Los discípulos de primera hora vivieron con Jesús, le vieron resucitado. Pero ¿qué pasa con nosotros? ¿Cuál es el fundamento de nuestra alegría? Nosotros hemos leído muchos libros sobre Jesús, pero no le conocimos. Que yo sepa, no se nos ha aparecido a ninguno. Pero hay algo que sí está en nuestra mano: cultivar la experiencia de la resurrección, la experiencia del Espíritu. En el fondo toda la Pascua, los cincuenta dias tras la resurrección, son una preparación para esos acontecimientos inseparables: Ascensión y Pentecostés.

El Espíritu nos ha sido concedido en una pluralidad de dones: desde la propia existencia hasta las riquezas personales de cada uno, todo es obra del Espíritu. No tenemos que esperar la acción del Espíritu, porque el Espíritu ya está actuando. No hay que esperar acontecimientos maravillosos, grandiosos prodigios, prestidigitaciones o espectaculares pruebas. El Espíritu ya ha venido, ya actúa, ya vive en nosotros. Está ahí desde antes de la creación del mundo: intervino en ella, la anima y la sostiene en el ser. Actúa, está, vivifica y mueve las cosas, es el alma de los pequeños gestos que nos unen, es la fuerza que en nosotros nos impulsa a vivir como hermanos. Pero no es una fuerza irresistible que nos obliga. Es una fuerza que respeta escrupulosamente nuestra libertad. El Espíritu nos conduce a nuestra auténtica existencia de hermanos, pero sólo si somos dóciles a su impulso, si nos hacemos conscientes de que ya hoy, ahora, ha llenado de dones nuestra vida.

Tenemos que aprender a ser dóciles al Espíritu: aquietar nuestra mente embarullada de ideas, sosegar nuestro deseo insaciable. Si oramos, si contemplamos y damos ocasión a la experiencia del Espíritu, nuestro activismo se convertirá en acción. Nuestra espera no se llenará de expectativas sino que se preñará de esperanza. Nuestro deseo se transformará en compasión. Y nuestro tiempo producirá la eternidad, igual que el árbol produce su fruto maduro.

Experimentar el Espíritu implica asumir un riesgo. Hay que salir a lo otro, viajar a lo diferente, a lo absolutamente desconocido, dejarnos transformar y modificar por ello. Hemos de renunciar a nosotros y salir a los demás. ¡Se dice fácil esto de renunciar a nosotros! Si no hay experiencia del otro que modifica el yo, es más, si no hay experiencia del otro que aniquila el yo, no hay experiencia en absoluto. Abrirse a los otros, transformarse en la convivencia con ellos, es buen modo de comprender que nosotros no somos absolutos, y que sí lo es el Espíritu que habita en nosotros.

Una comunidad de personas dóciles al Espíritu no es una comunidad llena de envidias, de reproches ni de caras largas. Una comunidad de personas abiertas al Espíritu es una comunidad de hermanos, donde a pesar de los males y los errores reinan la alegría y la esperanza. Es una comunidad de personas que bailan. ¡Sí, sí, que bailan! porque como dice uno de los evangelios apócrifos del Nuevo Testamento, «Quien danza escucha al todo; quien no danza no entiende lo que sucede».

Una comunidad animada por el Espíritu es una comunidad abierta hacia el mundo, que es capaz de ver más allá de sus muros y compadecerse de la situación penosa por la que pasan las personas alrededor. Una comunidad animada por el Espíritu ve las cosas con los ojos de las víctimas, con la mirada de los últimos, de los desahuciados de la sociedad y los favoritos de Dios. Es, por eso, una comunidad que ha salido del letargo y de la ceguera. Una comunidad animada por el Espíritu es una comunidad capaz de vencer el narcisismo, capaz de resistir la tentación del gueto.

La experiencia del Espíritu no es una experiencia al margen del mundo ni de lo cotidiano. La experiencia del Espíritu, la experiencia religiosa, es propiamente la densidad profunda de la existencia. Es el corazón y la fuente de la conciencia, la luz de la que emana toda otra luz. La experiencia del Espíritu hace que cada partícula del universo sea un pálido reflejo del esplendor y la gloria divinos. Gracias a la experiencia del Espíritu cada átomo de la creación es para nosotros una zarza ardiendo.

Por el Espíritu experimentamos que somos inmortales, que a pesar de que la figura del mundo presente termina, estamos llamados a una forma de existencia de una riqueza inagotable, de una alegría indescriptible. Fuimos creados para la luz indeficiente y la transparencia del amor, y cuando las sombras y opacidades de este mundo cesen, entonces, la alegría que aquí ha comenzado, allí llegará a plenitud.

Vivir desde el espíritu, o mejor, dejar que sea el Espíritu el que vive en nosotros: esta es la fuente de la alegría que nadie nos podrá arrebatar, de la vida que nadie nos podrá arrebatar.