Ser sanadores sanados - VIII DOMINGO DEL T.O.
Solo cuando Dios nos sana, cuando volvemos a ser un árbol sano, podemos dar el fruto del amor que lleva a la comunión.
El evangelio de este domingo es variado y lleno de significado. Es el final del sermón de la llanura, y dentro de este breve pasaje Jesús nos propone algunas enseñanzas para nuestra vida. Nadie nace sabiendo. En nuestra vida tenemos un proceso de aprendizaje. Durante el mismo nos fiamos de aquel que nos enseña. Vamos creciendo, madurando e interiorizando aquello que nos enseña. Por eso, aquel que nos enseña debe haber recorrido dicho camino antes. Si queremos llegar a un lugar, sin usar la tecnología como el GPS o Google Maps, lo normal es preguntar a alguien que ya ha estado allí o lo conoce. No tendría sentido preguntar a alguien que pudiera estar igual o más perdido que nosotros.
Aunque en el caso cristiano, este aprendizaje dura toda la vida. Porque solo uno es el maestro y todos nosotros somos discípulos. Es verdad que en nuestra vida habremos tenido algunos maestros en la fe. Esas personas que nos han enseñado las cuestiones básicas, como nuestros padres, catequistas o padrinos. O incluso alguien que nos aconseja espiritualmente. Pero todos ellos no dejan de ser discípulos del único maestro. Y todos juntos estamos llamados a seguir la acción de Cristo por la fuerza del Espíritu. Es decir, a ser «como nuestro maestro», a ser otro Cristo en la tierra que siga sanando y llevando la Buena Noticia al mundo.
Para llevar a cabo dicha tarea debemos ser capaces de conocernos a nosotros mismos. De tener la capacidad de autocrítica para poder sacar cada día lo mejor de nosotros. Esa capacidad de fijarnos bien para ver cuáles son las vigas que tenemos cada uno. No vaya a ser que, en realidad, la mota que veo en mi hermano no deje de ser mi propia viga, que sitúo en el otro. Y esa autocrítica tiene que venir acompañada de una actitud cristiana fundamental: el perdón. Para ser capaces de trasmitir la misericordia de Dios hemos de ser capaces de sentir dicha misericordia en nuestra vida. Ser capaces de dejar nuestro pasado atrás y no atormentarnos más. En definitiva, dejarnos de verdad perdonar por Dios. Solo cuando Dios nos sana, cuando volvemos a ser un árbol sano, podemos dar el fruto del amor que lleva a la comunión. Y, al igual que el ser discípulos, este dejarse perdonar por Dios y los hermanos, acoger su misericordia, es algo para toda nuestra vida.
Por eso, el que se siente amado y perdonado puede llevar al mundo amor y perdón. Cuando nos encontramos enojados con nosotros mismos, es fácil estar molesto con el resto del mundo. Cómo nos comportamos nos habla en el fondo de cómo somos. Al terminar este sermón de la llanura, Jesús nos está llamando a mirar dentro de nosotros. A examinarnos para ver de qué está lleno nuestro corazón. Ver quién está reinando en él. Lo bueno o lo malo, «porque lo que rebosa del corazón lo habla la boca». Si somos personas que proponen en lugar de criticar, que construyen en lugar de destruir, que perdonan en lugar de condenar, es porque el amor de Dios rebosa en nuestro corazón. Por tanto, hermanos y hermanas, ¿quién reina en nuestro corazón?