Sexo, poder y riqueza en el desierto

Fr. Moisés Pérez Marcos
Fr. Moisés Pérez Marcos
Convento Santo Tomás de Aquino, Sevilla
A la escucha no hay comentarios

Primer Domingo de Cuaresma


El primer domingo de Cuaresma se nos ofrece, como cada año, el fragmento del evangelio que nos habla de las tentaciones de Jesús. Todo fraile predicador, como todo cristiano, se ve reflejado necesariamente en este pasaje. Como Jesús, somos empujados al desierto por el Espíritu, por la vocación que hemos recibido.

El desierto tiene un claro valor simbólico. Es el lugar en el que la vida del ser humano parece más frágil que nunca. Sin agua, con un calor asfixiante durante el día y un frío gélido por la noche, sin comida. Allí la vida de las personas parece depender de un hilo: allí no sirven de nada las riquezas de los palacios, ni los títulos nobiliarios. En el desierto dan igual la fama o el prestigio. El dominio o el poder sobre los otros son inútil cantimplora en el desierto. Allí no funciona la efímera satisfacción de una sexualidad devaluada, convertida en mercancía. El desierto convierte a los humanos en niños: los hace vulnerables, arruina todas las falsas seguridades a las que habitualmente nos aferramos para poder sobrevivir. El desierto nos deja desnudos, sin nada.

En el desierto echamos en falta nuestras comodidades, nuestras autojustificaciones, nuestros engaños, nuestras compensaciones. Esto puede llevarnos a desesperar, a desearlas más aún, a intentar aferrarnos a ellas con uñas y dientes. Y este es el mecanismo de la tentación. Pero también podemos abandonarnos, aceptar nuestra desnudez y nuestra nada, dejarnos derrumbar, desarmarnos. Se trata del duro paso de desprenderse de uno mismo, de vaciarse, de abandonar el espejismo de que mis deseos, mis ideas, mi mente, mi necesidad de éxito, de afecto, son lo central en el universo.

Entonces, en medio de la intemperie, en mitad de la soledad más aterradora, de la nada más vacía, descubriremos que no estamos solos, que hay Alguien que de una forma misteriosa nos acompaña, que nos sostiene, que es nuestra única fuerza y nuestra vida. Alguien que renuncia a manifestarse en lo fastuoso, en mitad del engaño, del cálculo de intenciones, de la tecnología fría que algunos intentan practicar con las razones. Alguien cuya presencia puede ser solamente vista cuando hay limpieza en la mirada, rectitud de intenciones, sinceridad en el decir y en el pensar, verdad en el obrar. Dios está cerca del débil, del que no tiene nada, del pobre, del limpio de corazón. Dios va a nuestro lado cuando no somos nada, y convierte esa nada en Vida.

Es como le ocurrió a Jesús: con él en el desierto estaba Satanás, que le intentaba hacer creer que lo que necesitaba eran las falsas seguridades, que por ello debía prosperar en poder, dominio, riquezas, éxito, fastuosidad y reconocimiento. Pero Jesús supo ver que no se trataba de él, de sus seguridades inventadas. Rechazó la riqueza, las joyas, los palacios y los templos y eligió la palabra de gracia y misericordia para todos. Rechazó la ostentación, la pompa y el boato y eligió el trabajo sigiloso en favor de la liberación y la salvación de los humanos. Renunció al liderazgo, al poder temporal, al dominio sobre otros, y eligió el trabajo, el servicio, el amor hasta la muerte. Por eso, en el desierto, Dios estaba con él: los ángeles le servían.

En ese desierto, en esa misma desposesión de sí, en esa muerte a uno mismo, nacen los predicadores. Por eso el mismo Jesús, una vez hubo superado la prueba, marchó a Galilea a proclamar el evangelio de Dios. Y decía: “Se ha cumplido el plazo, está cerca el reino de Dios: convertíos y creed en el Evangelio” (Mc 1, 15). Este es el “lema” del tiempo de Cuaresma recién estrenado. Hagamos en este tiempo, y el resto de nuestra vida, nuestras necesarias estancias en el desierto. Esta es la ascesis más difícil, el ayuno más costoso, la privación más ardua: morir a uno mismo. Pero sólo así un día tendremos Vida.