"Una experiencia comunitaria" Domingo III de Pascua, Ciclo B, (Jn 24, 35-48)
En el tercer domingo de Pascua, el evangelista Lucas nos narra la tercera de las apariciones de Jesús a sus discípulos (24, 35-48). Antes, en el mismo día, el primer domingo de la historia, se ha aparecido a las mujeres que han ido a visitar el sepulcro, y también a los dos discípulos que iban camino de Emaús. Los de Emaús, tras el encuentro con el Señor resucitado, vuelven a Jerusalén, donde encuentran a los once reunidos con todos los demás. Aún están hablando de cómo habían conocido a Jesús «al partir el pan», cuando él se aparece de nuevo, esta vez a todos juntos.
Fijémonos en que esta aparición de Jesús acontece como una experiencia comunitaria. El encuentro con Jesús resucitado, y por tanto la fe en él, no es un asunto estrictamente individual. La fe posee una dimensión ineludiblemente comunitaria. No creemos solos, sino gracias a otros, acompañados por otros, no aislados, sino como miembros de una comunidad de hermanos. Por eso dice el Credo: «creo en la iglesia». La iglesia no es un edificio material, ni siquiera es el objeto de nuestra fe. El objeto de nuestra fe sólo es Dios. La Iglesia es el lugar en el que creemos, la comunidad de personas en la que nos insertamos mediante el bautismo (que por eso es llamado también «sacramento de la fe»).
La iglesia es el lugar en el que, reunidos, escuchamos la voz de Jesús, recibimos el pan que parte para nosotros; es el lugar en el que intentamos realizar la misión que él mismo nos encomendó. Los creyentes no somos individuos aislados, mónadas leibnizianas con más o menos ventanas. Los creyentes formamos un solo cuerpo, al cual pertenecemos como sus miembros. Lo que pase a uno nos pasa a todos, para lo bueno y para lo malo. Hay una gran solidaridad entre todos los creyentes, una profunda comunión espiritual que nos hace a todos hermanos. Todos nos alimentamos con el mismo pan del cielo; nuestras venas llevan la misma sangre, que es la de Cristo. Todos bebemos de una misma fuente del amor, respiramos el aire de un mismo Espíritu, latimos al compás del mismo corazón. Nos duele el dolor de la carne del hermano porque es nuestra carne, y nos llega la bendición de quien le ofrece una caricia, pues somos también nosotros acariciados. Nos beneficiamos de la hermandad de cuantos santos ha habido en el mundo (ellos interceden y nos acompañan en el camino de la vida), y nos dolemos con nuestros hermanos que dan su vida a causa de su fe (como tristemente estamos viendo en tantas partes del mundo).
En el texto Lucas nos presenta, pues, lo que podemos denominar «semilla de la Iglesia». Los once estaban allí reunidos, junto con otros discípulos y con las mujeres que habían ido al sepulcro. Es de imaginar que debían estar muy alterados. Los días anteriores habían visto cómo Jesús era torturado y horriblemente crucificado. Jesús había sido toda su esperanza, el sentido de su vida, nadie les había hablado de Dios como él, nadie como él les había hecho sentir su presencia tierna y cercana. Y ahora, cuando todo parecía perdido, algunos decían que le habían visto vivo. ¡Cómo no emocionarse por una cosa así!
Cuando Jesús se aparece, lo primero que hacen los discípulos es asustarse, están aterrados y llenos de miedo porque creen que es un fantasma. Jesús les habla, les dice «la paz con vosotros», les exhorta para que no se asusten, les enseña sus manos y sus pies, les invita a que le toquen para que vean que es de carne y hueso. No hemos de entender por eso que la resurrección de Jesús haya sido como la de Lázaro: la reanimación de un cuerpo que estaba muerto. Jesús sigue siendo humano, sigue siendo él mismo, pero no ya con un cuerpo como el nuestro, sino con un cuerpo resucitado, glorificado. Lucas habla del cuerpo físico de Jesús porque intenta dejar clara le realidad de la resurrección. Jesús resucitado no es una ilusión de los discípulos, ni un holograma; no es un producto de la imaginación, ni un vapor sutil o un fantasma. Se manifestó a sus discípulos de modo que ellos lo pudiesen experimentar. Pero, como dice Tomás de Aquino, los discípulos no fueron testigos porque viesen a Dios con los ojos del cuerpo, sino porque lo vieron con los ojos de la fe. O mejor aún: porque lo vieron con los ojos de la fe pudieron verlo también con los ojos del cuerpo.
Jesús se muestra a ellos, y les dice «soy yo», pero ellos están aún muy asombrados, y la alegría es tanta, que apenas comprenden. La aparición ha transformado el desasosiego en alegría, pero aún hace falta algo más. ¿Qué hace Jesús para disipar sus dudas definitivamente? Come con ellos y les explica las Escrituras. Es lo mismo que había hecho con los que iban camino de Emaús. Jesús come con ellos, y les explica las Escrituras: todo lo que tenía que pasarle a Jesús estaba ya escrito en la Ley, los profetas y los salmos. Él tenía que morir y resucitar, para que así pudiese llegar la esperada transformación de la humanidad. Jesús es el cumplimiento de las Escrituras y es además su intérprete.
En el fondo, lo que Jesús hizo aquél primer domingo de la historia es lo que nosotros hacemos cada domingo, cada eucaristía. Primero, la comunidad de creyentes se reúne, expectante, deseando encontrarse con el Señor. Después, el sacerdote, en nombre de Jesucristo saluda a su pueblo, le desea la paz. Luego leemos la Palabra de Dios, la proclamamos para que su voz pueda estar presente entre nosotros. Queremos escuchar su voz, necesitamos escucharla, como el hijo necesita escuchar la voz de su madre para estar tranquilo. Luego comemos, celebramos el banquete eucarístico, intentamos reconocer a Jesús entre nosotros no solamente en su palabra, sino en el pan y el vino, para que, como dijeron los discípulos de Emaús, le reconozcamos al partir el pan. Y finalmente la comunidad es enviada: cuando el sacerdote bendice a los fieles y les dice «podéis ir en paz», los está también enviando al mundo. Id al mundo y anunciad en el nombre de Jesús la conversión y el perdón de los pecados. Id al mundo y transmitid a todos la alegría y la paz del resucitado. Id al mundo y sed para el mundo lo que Cristo ha sido para vosotros: la manifestación contagiosa del gran amor del Padre.