V DOMINGO DEL T. O.
Vivimos en el mundo de la imagen. Las redes sociales, cada vez más, tienden a centrarse sólo en las imágenes. Se cumple bastante en nuestros días el dicho popular: Una imagen vale más que mil palabras. Por eso, la imagen, este cuadro que nos pinta san Lucas al inicio del Evangelio es bastante sugerente. Un hombre que convoca una gran multitud de personas. Un verdadero influencer, con terminología actual, que desborda las expectativas del lugar donde estaba predicando. Tanto que debe improvisar un lugar desde donde poder trasmitir de forma más clara y mejor su mensaje. Esta imagen, sin embargo, nos habla de una realidad profunda que atañe al hombre de ayer, de hoy y del mañana. Al ser humano en general. Es verdad, una imagen vale más que mil palabras, pero el ser humano está sediento de la Palabra. De una palabra que consuele, ilumine y dé sentido. Somos, desde lo más íntimo de nosotros, oyentes de la Palabra, como nos decía un famoso teólogo del siglo XX.
La palabra de Jesús debía ser una palabra con verdadera autoridad, impactante. Termina de predicar e invita a los pescadores a volver a su labor. Ellos habían estado toda la noche pescando sin ningún éxito. Pero por la palabra de Jesús, Pedro lo volverá a intentar. Da igual la situación previa, lo dura que hubiera sido. Todo esto queda borrado por el pero de Pedro. Porque cuando nos fiamos de la palabra de alguien, en realidad nos estamos fiando de esa persona. Pedro confía en lo que Jesús le ha dicho. Y su confianza va a ser incluso desbordada.
Entonces se da en Pedro una reacción curiosa. Le pide a Jesús que se aparte. Cuando estamos enfermos y algún amigo nos quiere saludar, solemos decirle que no se acerque. No queremos contagiarlo. Para los judíos, el pecado era algo que contaminaba y se contagiaba. Los “buenos” judíos no querían juntarse con los pecadores para no contaminarse. Y aquellos que reconocían su pequeñez no se atrevían a alzar la mirada, como el publicano en el Templo en la parábola del fariseo y el publicano. Pedro se arroja a los pies de Jesús, un signo de reverencia y respeto. Pedro reconoce su pequeñez, su ser pecador. Y sobre todo, Pedro confiesa a Jesús como Señor, es decir como Dios. Estamos ante la bella confesión del primero entre los Apóstoles. Porque la verdadera confesión no es sólo reconocer nuestra pequeñez, sino confesar y confiar en la misericordia de Dios.
Jesús, ante esta actitud de verdadera humildad no juzga, sino que consuela. No temas, le dice. Y entonces los invita a ser pescadores de hombres. Ellos ya eran pescadores. Para ser discípulos no hay que cambiar a lo mejor la profesión a la que nos dedicamos. Lo fundamental no es ser bombero, médico, criminólogo, arquitecto, abogado, etc. Lo importante en nuestra vida cristiana es el desde dónde realizamos nuestro trabajo. Cual es el centro del mismo. Jesús no les cambia la profesión, porque seguirán siendo pescadores. Sino que cambia la base. Ahora lo harán desde Dios y al servicio de los seres humanos. Son nuestros actos sencillos y desinteresados, allá donde sea nuestro trabajo, hechos con amor los que cambian el mundo. Vivir en favor de los hermanos y centrados en Dios. Y dando un paso más, para preguntarnos sobre qué quiere Dios de nosotros, se puede transformar la frase final en una pregunta: ¿Quién está dispuesto a dejarlo todo y seguirle?