Vende lo que tienes y sígueme - XXVIII DOMINGO DEL T. O.
- Sab 7,7-11. Al lado de la sabiduría en nada tuve la riqueza.
- Sal 89. Sácianos de tu misericordia, Señor, y estaremos alegres.
- Heb 4,12-13. La palabra de Dios juzga los deseos e intenciones del corazón.
- Mc 10,17-30. Vende lo que tienes y sígueme.
«Vende lo que tienes y sígueme». Este pasaje nos puede resultar conocido, incluso familiar, ¿pero cuántas veces nos habremos parado a pensar en la profundidad de estas palabras?, ¿y cómo afectan a nuestra propia vida? ¿No nos ocurre en ocasiones que pretendemos ser cristianos, seguidores de Cristo, sin «vender» nada en absoluto? ¿Qué se espera exactamente que demos? Dejemos que la palabra de Dios hable por sí sola: el evangelio de este domingo nos puede aportar ideas realmente enriquecedoras.
El hombre rico es un judío contemporáneo de Jesús; podemos decir que sería incluso un ejemplo modélico de judío practicante, acostumbrado a vivir según una serie de normas: dar culto a Yahvé en el templo, celebrar las fiestas religiosas… y, en general, cumplir los preceptos de la ley. ¿Se trata acaso de una mala persona? ¡En absoluto! ¿Qué le estará pidiendo el Señor entonces?
El problema es que le faltaba dar el paso de la lógica del cumplimiento a la lógica del amor: contra todo pronóstico, este cambio volvería más profunda su práctica religiosa, pues la nueva alianza de Dios con los hombres no solo supone la antigua (los diez mandamientos), sino que la lleva a su plenitud en Jesucristo. Y es que una verdadera relación de amistad con Dios siempre nos está pidiendo más: conocimiento y comunicación (oración, estudio…), respeto (dejarnos transformar por su infinito amor), afecto (tratar a Dios como padre y a los otros como hermanos), cuidado (trabajar por su reino), etc.
Por este motivo, el Evangelio nos advierte acerca de las riquezas, que pueden perjudicar el proyecto de Dios en nosotros. Dichas riquezas hemos de entenderlas en un sentido amplio: no solo como una posesión desmedida de bienes materiales, sino también como un apego excesivo a ellos. Ambas disposiciones nos van haciendo más y más egoístas, con actitudes centradas en la comodidad o el placer.
La pobreza de espíritu, por el contrario, nos hace ir ganando libertad y esperanza, desprendiéndonos de todo lo que nos atrapa: se trata de ser cada vez más libres desarrollando nuestra propia vocación; aquello que Dios quiere para nosotros, lo cual nos hará madurar personalmente, crecer espiritualmente y entregarnos a los demás (sobre todo, a los que más nos necesitan). En definitiva, ser cada vez más felices, más santos, en medio de las alegrías y tristezas de nuestro mundo. Lograr ver como Dios ve para que se vea a Dios en nosotros: ¡he aquí la suprema sabiduría, «tesoro inagotable para los hombres»!