Verdadera plenitud
No vino entonces a abolir la Ley, sino a llevarla a la plenitud total y real. Una plenitud que nos une definitivamente, que nos amasa de nuevo, que nos modela de nuevo, en cuanto que la Ley ha dejado de tener el sentido de la letra escrita para cobrar el verdadero sentido que es el del espíritu. No vino entonces a abolir sino a llevarla a su plenitud más perfecta y autentica, la ley no separa desde este momento sino que une definitivamente. Es por ello, que el espíritu manda sobre lo carnal y que la Ley no separa sino une, porque la Ley ha dejado de ser carga para convertirse en libertad.
Esa Ley que fue aterrando y a la vez hundiendo al hombre cada vez más bajo el peso del precepto, precepto cultual, precepto formal de multitud de normas. El cometido primigenio fue absorbiendo toda la vida, tanto que el profetismo, y hasta el soplo del espíritu dejo paso a lo escrito, sin más oportunidad que a lo estricto de lo escrito.
No quiere el Señor Jesús un cumplimiento farisaico, exterior y complacido. Cumplir es descubrir el significado del amor, de la vida y de la felicidad que se encierra en el precepto. Viene a recordarnos que la Ley nos lleva a reconocer a Dios como Señor y a realizarnos como personas, estamos llamados a ser ejemplos de esta Ley que viene a ser un seguimiento vivencial, transformador y a la vez libertador de esquemas que nada tienen que ver con la verdad de Dios. Esto nos lleva a revelar el sentido religioso y humano de los mandamientos, porque estamos rechazando una interpretación superficial y legalista de la Ley de Moisés.
Bien es verdad que nuestro mundo tiene alergia a los mandamientos. Los vemos como normas impuestas y opresoras, olvidando que los mandamientos están al servicio de los grandes valores éticos. La Ley de Moisés incluía los mandamientos en un contexto de liberación. Dios había liberado a su pueblo de la esclavitud de Egipto. Pero la liberación no era sólo un punto de partida, era la tarea para toda la vida. Observar los mandamientos era el modo de sentirse libre y de liberar a los demás.
“No mataras”. El mandamiento pretende tutelar el valor de la vida. Pero el cristiano ha de saber que no basta con no matar. También se da la muerte a los demás al descalificarlos. Los prejuicios y las etiquetas excluyen al prójimo de la convivencia.
“No cometerás adulterio”. El mandato original defiende la dignidad del amor esponsal. Hoy cuesta explicar y aceptar que ese amor es único, definitivo y fiel. El cristiano sabe que hasta la mirada ha de ser limpia y respetuosa. El lenguaje del amor siempre incluye el respeto a uno mismo y a los demás.
“No jurarás en falso”. El precepto bíblico excluye la falsedad y la mentira, al tiempo que propone el valor de la verdad y la coherencia. Pero recuerda también que lo santo no ha de ser utilizado para reafirmar los intereses de la persona. El cristiano sabe que ha sido consagrado en la verdad. Y que sólo la verdad nos hará libres.
Miremos entonces al interior y demos sentido de vida a los preceptos y mandamientos, están escritos en papel pero ahora toca escribirlos en el corazón, demos sentido de plenitud, el sentido de lo acabado, de lo completado que nos trajo Cristo, y miremos limpiamente este mandamiento que ha dejado el papel para ser norma de una vida que se gasta en y por su servicio. El cristiano no guarda los mandamientos “para” entrar en el Reino de Dios, sino “porque” el Reino de Dios ha entrado ya en su vida. Ha aceptado el señorío liberador de Dios.