VI DOMINGO DEL T.O. - LA CONFIANZA

La liturgia de este sexto domingo del tiempo ordinario nos hace reflexionar sobre la confianza: ¿En qué o quién pones tu confianza? ¿De quién te fías? Hoy en día, con tan solo una mirada a nuestro entorno, vemos que va creciendo la confianza en el dinero; en los falsos estilos de vida ofrecidos por una sociedad que cada día refleja menos a Dios, que acepta cada vez menos la tristeza, que pregona la alegría constante, la euforia de aprovechar cada momento de la existencia. Vemos que apenas se respetan los valores inherentes a la vida humana: parece que estos valores inalienables ya no son sostenidos en nuestra cultura.

¿En quién tenemos puesta nuestra mirada? Es muy importante poder contestar esa pregunta, pues «donde está tu tesoro, allí estará tu corazón» (Mt 6, 21). Hermanos, ¡nuestra fe, nuestra confianza, está en Jesucristo! Profesar eso significa poner a Dios en el centro de todos los acontecimientos de la vida; significa tenerlo como punto gravitacional de nuestra existencia.

Proclamar que Dios es nuestra confianza es reconocer que el hombre por sí mismo no puede responder a las necesidades y anhelos que tiene en su corazón. Y, por tanto, el hombre está abierto a la transcendencia, a un tú que lo transciende, y su vida gana sentido en él. De esa manera, nos reconocemos en nuestra condición de criatura y siervos del Señor, y no de señores y dueños del mundo. La historia y la vida pertenecen a Dios.
«Maldito quien confía en el hombre», el hombre que confía al otro hombre su plena alegría, su plena felicidad, su salvación. Solamente Dios puede dar lo esencial a nuestra vida: si nos relacionamos con los demás esperando que ellos siempre nos hagan felices, nunca nos desilusionen, nunca nos traicionen, entonces seremos infelices; seremos personas frustradas.

Este domingo estamos llamados a reconciliar nuestra manera de relacionarnos con Dios y con los demás, dando a Dios el protagonismo y centralidad que le corresponde, y a los hombres y mujeres el espacio que les es propio. Tenemos que relacionarnos con nuestros hermanos desde el amor, el perdón, la confianza, pero aceptando que, igual que nosotros, ellos también tienen sus debilidades y flaquezas. No podemos exigir del hermano las categorías divinas, pues este no es Dios.

«Dichosos los pobres», pues por no ser esclavos de nada ni de nadie, por su despojamiento total, por su confianza plena en Dios, son los más aptos, y así reciben su paga: el Reino de Dios. «¡Ay de vosotros, los ricos!, porque ya tenéis vuestro consuelo». Hermanos y hermanas, ¿de qué lado estamos?, ¿somos fieles a las promesas del Señor?, ¿creemos más en nuestras obras humanas que en la acción del Espíritu Santo? ¿Dónde está nuestro corazón?