La pornografía: un análisis tomista (II parte)

La pornografía: un análisis tomista (II parte)

Fr. Bernardo Sastre Zamora
Fr. Bernardo Sastre Zamora
Convento de santa María Sopra Minerva, Roma
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Por inspiración divina, Juan comienza a leer la Suma teológica, y ve que su problema está ya descrito y diagnosticado siglos antes de forma profética. Entonces decide entrenar mejor las partes subjetivas de la templanza respecto a la sexualidad humana.

  1. En primer lugar, la castidad. Nótese que es algo más fructífero que la mera abstinencia de relaciones sexuales: «son de distinto género las operaciones sobre el uso de la comida, gracias a las cuales se conserva la naturaleza del individuo [abstinencia], y las relativas al uso de lo venéreo, que se ocupa de conservar la naturaleza de la especie [castidad]»[1].
  2. Además, tenemos la pureza (o pudicia), nombre que incluye la vergüenza[2]. Según san Juan Pablo II, «la experiencia de la vergüenza es una reflexión natural sobre la naturaleza esencial de la persona […]. Solo una persona puede sentir vergüenza, porque solo ella por su misma naturaleza no puede ser objeto de uso»[3]. El macrogénero erótico-pornográfico cosifica a las personas y, por ende, reduce su valor al de la horma de sus zapatos. A veces la vergüenza es virtuosa. Quizá al ser humano no siempre le convenga vivir en una desinhibición dionisíaca existencial: el sexo sus límites, y no está de más invocar a Apolo de vez en cuando…
  3. Por último, la virginidad: «Quien practica la virginidad se abstiene de todo deleite venéreo para dedicarse más libremente a la contemplación de la verdad»[4]. Por el momento, Juan no tiene intención de consagrarse como religioso ni de vivir célibe el resto de su vida, pero estas ideas le hacen apreciar más el valor de la contemplación: seguro que será algo más noble que clavar sus ojos en todo aquel mundo inmundo, de estímulo, desenfreno e impureza.

Finalmente, aunque como ya se ha dicho no analizaremos el espectro completo de virtudes y vicios del concupiscible, sí que merece la pena notar la distinción entre la virtud de la templanza y la cuasivirtud de la continencia, una de sus partes potenciales[5]. Juan al principio necesita recurrir a este freno de emergencia; se trata de un paso previo para lograr una templanza completamente integrada, máxime en casos como el suyo, de dependencia pornográfica. A continuación se muestra la sutil comparación:

 

templanza

(disposición hacia el bien)

continencia

(freno de emergencia)

intelecto

conoce el bien

conoce el bien

voluntad

voluntad buena

voluntad fuerte

apetito

apetitos ordenados

lucha (y victoria)

A medida que nuestro adolescente ha ido mejorando sus buenas inclinaciones afectivas, y estas disposiciones internas han compensado otros desórdenes adquiridos, se habrá sentido más y más libre: más humano. Podemos decir que la razón impera con más extensión, y el apetito irascible está más entrenado para buscar el bien difícil, quedando así aminorados otros movimientos instintivos inferiores. La integración racional de las pasiones va por buen camino: Juan ya no necesita luchar tanto, sino que, con una voluntad más humana, irá eligiendo el bien de forma natural y ordenada (templanza), más que artificial y forzada (continencia).

El don del Espíritu Santo asociado a la templanza, el temor del Señor, terminará de capacitar a nuestro joven adolescente en su superación definitiva de las malas inclinaciones psicosexuales: los malos vicios adquiridos por larga exposición a la pantalla irán desapareciendo más y más. Al final quedan algunos «frutos tomistas» como signo de victoria: modestia, autocontrol, castidad… ¡Sin duda, Juan ya es todo un señor!

 

[1] STh, II-II, q. 151, a. 3.

[2] Cf. STh, II-II, q. 151, a. 4.

[3] Juan Pablo II, san, Love and Responsibility, Ignatius Press, p. 178.

[4] STh, II-II, q. 151, a. 2.

[5] Sobre la continencia como cuasivirtud, obsérvese lo siguiente: «… la continencia posee algunas cualidades de la virtud, en cuanto que reafirma a la razón contra las pasiones para que estas no la venzan, pero no cumple totalmente las condiciones de virtud moral, que somete incluso el apetito sensitivo a la razón para que no se levanten en él pasiones fuertes contrarias a la razón» (STh II-II, q. 155, a. 1).