Caleruega, lugar dominicano
Quizá no hayas oído hablar nunca de Caleruega. O tal vez sí, pero tienes una idea confusa de qué lugar es este o cuál es el interés que puede tener para ti. Seguramente lo relacionas vagamente con los frailes dominicos que conoces o de los que te han hablado. Déjame que te aclare un poco este asunto.
Te diré, sin rodeos, que Caleruega es un lugar santo para los dominicos. O, si prefieres, es para ellos un reclamo permanente y una fuente de inspiración. ¿Por qué? Porque en este pueblecito burgalés –entre Aranda de Duero y Santo Domingo de Silos–de apenas doscientos habitantes nació su fundador, un recio castellano medieval llamado Domingo de Guzmán. Era una época de enfrentamientos constantes, en nombre de la fe, con los ejércitos del Islam afincado en España desde hacía más de cuatro siglos. Caleruega misma fue villa fortificada, como testimonian la torre de la iglesia parroquial y el llamado torreón de los Guzmanes, emplazado en el recinto de la casa de Domingo. Él vivió aquí al menos los primeros años de su infancia, aprendiendo de su madre la compasión por los pobres, que luego practicaría generosamente, y de su padre el aprecio y la defensa de la fe cristiana, cuyo estudio y difusión le ocuparían el resto de su vida.
Ese ideal creció con él. Pero en su realización hay un notable contraste con la actitud de muchos de sus contemporáneos. Para defender la fe Domingo no empleará las armas de la guerra de su tiempo, sino otra muy distinta: la palabra. Una palabra que nace en el corazón –que brota de la experiencia de Dios– y que se moldea en el estudio asiduo de la Verdad revelada y en el conocimiento penetrante de las necesidades y las aspiraciones humanas de cada época. Una palabra que se hace oír con el vigor de la predicación evangélica: su fuerza de convicción le viene del testimonio de una vida austera y entusiasta, unida al rigor de una sólida argumentación racional. Los dominicos han heredado de su Padre tres rasgos característicos: la hondura de la oración (la liturgia comunitaria es uno de los pilares de su espiritualidad), la seriedad del estudio (medio ascético peculiar de la vida dominicana desde sus orígenes) y el ardor de la predicación en sus múltiples modalidades (es lo que define la misión de la Orden).
Caleruega alberga también, desde las primeras generaciones de vida dominicana, otro gran tesoro familiar: el monasterio de las monjas. Domingo pensó en ellas desde el principio, como apoyo indispensable de su predicación. En pleno escenario de sus correrías apostólicas reunió a las primeras: el lugar se llama Prulla, en el sur de Francia. Entregadas a una vida de oración, fraternidad comunitaria y penitencia, serían el contrapunto de la actividad de los frailes. Años después de la pronta canonización de Domingo (1234: había muerto en 1221), Alfonso X el Sabio decretó que una comunidad de monjas, ubicadas hasta entonces en otro pueblo de la comarca, vinieran a residir a Caleruega (1270) en la casa en que vio la luz el padre de los Predicadores, para preservar su memoria e irradiar desde allí su carisma eclesial.
En la iglesia de las monjas, ampliada en el siglo XVII, bajo el lugar preciso en que, según declaró uno de sus hermanos mayores, nació el santo se excavó la actual cripta, en la que un pequeño pozo de agua cristalina recuerda ese acontecimiento. En ella destaca, entre otros, un luminoso mosaico que reproduce los tradicionales “nueve modos de orar” de santo Domingo, expresión plástica de su intensa vida personal de oración y de la variedad de formas que adoptaba su comunicación con el Señor. “Sólo hablaba con Dios o de Dios”, afirman en el proceso de canonización testigos presenciales de su acendrada piedad. La espontaneidad de su actitud orante es uno más de los rasgos de su libertad de espíritu y de su permanente escucha de la Palabra de Dios, que inspiraba sin cesar la suya, revistiéndola de autoridad y de atractivo. Esa libertad y esa referencia constante a la Palabra de Dios son otras dos características de nuestra más genuina tradición dominicana.
Quiero que conozcas un último testimonio de la presencia de santo Domingo en su pueblo natal, además del fervor que muestran sin excepción todos sus paisanos: la comunidad de frailes dominicos. Las monjas son, sí, las indiscutibles continuadoras, sin interrupción, de la larga tradición de la Orden en este lugar. Pero faltaba en él un ejemplo masculino de lo que siempre ha sido otro de los rasgos del proyecto dominicano: la vida comunitaria. Orar juntos, compartir a diario la reflexión sobre la Palabra de Dios y las realidades del mundo, estimularse mutuamente en la predicación como verdaderos hermanos unidos en una tarea eclesial común: ahí tienes una clave decisiva de nuestra fecundidad apostólica.
El convento se inauguró en 1957, con el propósito de acoger y formar en el espíritu de santo Domingo a los numerosos jóvenes que por aquellos años acudían a nuestras casas. Hoy sigue siendo una comunidad acogedora, abierta sobre todo a la presencia continua, a lo largo del año, de los diversos miembros de la Familia Dominicana: frailes, monjas, hermanas de vida apostólica, laicos. Vienen de todas partes a conocer la cuna del padre común, a encontrarse con las raíces de un estilo de vida que, desde hace ocho siglos, enriquece la espiritualidad de la Iglesia y su misión evangelizadora en el mundo. Nuestro cometido en este marco es ofrecer, junto con una presentación viva y elocuente de estos lugares históricos, el ejemplo de una comunidad dominicana orante y servicial, que custodia tales lugares con cariño filial y disponibilidad fraterna.
Es lo que también a ti te ofrecemos, si sientes curiosidad por conocernos.