La Formación Dominicana
Se puede afirmar que lo que se pretende en toda formación es conseguir que los que se preparan, lleguen a ser personas autónomas y no dependientes. Personas que libremente, desde dentro de sí mismas, tomen las decisiones adecuadas propias de su vocación dominicana a lo largo de toda su vida. La formación dominicana, dicho de otro modo, busca conseguir frailes que actúen siempre por convicción y no por obligación, no porque esté mandado sino por estar convencidos de que es así como deben actuar.
Desde esta perspectiva es fácil admitir que la formación dominicana ‘es un proceso que dura toda la vida’. Hasta no hace mucho se pensaba que la formación se terminaba cuando se había recorrido la llamada formación inicial, que ciertamente tiene una ‘función única y crucial’. Hoy se habla con toda naturalidad, de la formación permanente. De todos modos, es de la etapa de la formación inicial de la que nos toca decir algo.
La finalidad de la formación inicial, en sus distintas etapas de pre-noviciado, noviciado y estudiantado, es que el aspirante a ser dominico haga suyo, carne de su carne, el carisma dominicano; aquello que hace a alguien sea dominico y no arquitecto, abogado, carpintero, agustino, franciscano… Que se apodere y haga suyos, los pilares donde se asienta la vida dominicana para vivirlos a lo largo de toda su existencia, en las distintas épocas que le toque vivir. Todo el proceso formativo, con sus medios, proyectos, modos, programas… no tiene otro objetivo.
El protagonista principal de este proceso formativo es el mismo formando, como afirman nuestras Constituciones:
‘Incumbe al mismo candidato, bajo la dirección de sus maestros y demás formadores, la primera responsabilidad de su propia formación cooperando libremente con la gracia de la vocación divina’. Los formadores y la misma comunidad formativa han de tener claro su papel: ‘acompañar a los jóvenes y ayudarles a ser seguidores de Cristo y de Santo Domingo, no el de controlarlos o el de pretender convertirles en discípulos suyo’.
Como se ha repetido varias veces desde estas páginas, lo propio de los dominicos es ‘puesto que nos hacemos partícipes de la misión de los apóstoles, imitamos también su vida según el modo ideado por Santo Domingo, manteniéndonos unánimes en la vida común, fieles a la profesión de los consejos evangélicos, fervorosos en la celebración de la liturgia, principalmente en la Eucaristía y del oficio divino, y en la oración, asiduos en el estudio, perseverantes en la observancia regular… Estos elementos… constituyen en su síntesis la vida propia de la Orden: una vida apostólica en sentido pleno, en la cual la predicación y la enseñanza deben emanar de la abundancia de la contemplación’.
Para todo ello, el proceso formativo, el de la formación inicial y el de toda la vida, ha de basarse en las realidades que esconden estas tres palabras: ‘crecimiento, asimilación y renovación’. El formando debe crecer continuamente, nunca pararse en el camino, y ahondar más y más en todos los elementos de la vida dominicana. Es un crecimiento que implica el conocimiento progresivo de todos ellos, pero en el que también entran los aspectos afectivos, de un cada día mayor afecto y cariño a esos elementos. Este crecimiento ha de llevar necesariamente a la asimilación, a hacer suyos, esos elementos vitales. Vivirlos desde su interior, nunca desde el exterior. No puede faltar en el proceso formativo la renovación. Una renovación personal, siempre necesaria, de vivir con más intensidad y con más calor, la vida dominicana en todos sus aspectos y una renovación de acuerdo con los tiempos en que uno vive.