Llamados a ser útiles
“Nuestro estudio (también traducible como esfuerzo, intención) debe dirigirse principal, ardiente y diligentemente a esto: que podamos ser útiles a las almas de los prójimos” (Cfr. LCO 77)
Siempre me han impresionado estas palabras de nuestras Constituciones actuales y que ya aparecen en nuestras primeras leyes de 1216. En ellas se afirma algo importante: el dominico, la dominica, religioso o seglar, no puede conformarse sin más con “ser bueno” (y menos aún con “creerse o sentirse bueno”). Debe preguntarse también y sobre todo en si es ‘útil para los demás’.
La utilidad de la que estamos hablando coloca mi vida más allá de mí mismo; la sitúa en un proceso de llamada, de vocación. Es una vida que se va a definir y realizar no sólo por nosotros mismos (por nuestro yo); tampoco exclusivamente por nuestras acciones u omisiones; más bien por lo que indican sus preposiciones: “desde” Dios, “con” los hermanos, “a través de” la Palabra de Dios, “para” el bien de los otros. Vida, por lo tanto, en relación, transitiva, referida a Alguien que me invoca (me llama), me provoca (a asumir una misión) y me recoloca (me saca de mis horizontes para hacerme copartícipe de los suyos).
Cada vocación en la Iglesia tiene una particularidad. El fin es común: la edificación del Cuerpo de Cristo que es la Iglesia en el mundo, integrando fraternalmente a los hombres y mujeres en la comunión con un Dios que confesamos como Padre, como Hijo y como Espíritu. Una experiencia trinitaria de Dios que nos colma de gracia y bendición. Así se logra la plenitud y felicidad de todos y de cada uno en el Amor más pleno que un ser humano pueda descubrir. Pero, cada carisma, ha de asumir una tarea específica. La tarea dominicana está, entre otras, en la “misericordia de la Verdad”.
“Verdad” es una palabra y una realidad en crisis. Por peligrosa y por poco digna de confianza. Peligrosa, porque en su nombre se han justificado todos los fundamentalismos; todas las discriminaciones y violencias; todos los abusos… Digna de desconfianza porque, en una sociedad de “pensamiento líquido” como la nuestra ¿quién puede afirmar lo que es cierto siempre y para todos?
Sin embargo, este temor y sospecha de la verdad, se dirigen únicamente a sus sucedáneos: a las mentiras, inexactitudes o usos degradantes que se ha hecho de ella. Porque lo cierto es, que el ser humano necesita “saber atenerse” a lo que se le presenta, a lo que siente, a lo que busca, a lo que encuentra, con lo que se relaciona.
El dominico y la dominica están llamados a ser útiles en esta parcela: acompañar la sed de verdad que en todos habita. Verdad sobre uno mismo, sobre los otros, sobre la vida, sus sentidos y caminos, y, sobre todo, sobre Dios y sus proyectos. Sólo avanzando con ánimo de descubrir (entre todos, junto con todos) la luz que está puesta a nuestra disposición, llegaremos a conocer, discernir, ser discípulos permanentes, veraces y verídicos de la realidad que nos sostiene, constituye y plenifica, “aunque es de noche” como cantaba San Juan de la Cruz.
Una verdad que no poseemos o controlamos, sino que es ella la que nos posee y empuja siempre más allá. Una verdad que, al fin y al cabo, se concentra en una persona: Cristo Jesús, que nos manda saber mirar, saber reconocer, saber discernir, saber avanzar.
Y como contenido de esa “misericordia de la verdad”, la “verdad de la misericordia”: sólo el amor que se transforma en cuidado atento del otro para formar la comunión es la verdad. Dicen que Roetgen, el descubridor de los rayos X, para poder ser útil, se expuso a las radiaciones, a fin de comprobar la veracidad de sus experimentos. Nosotros, como él tendríamos que ser los primeros en dejarnos afectar por esa verdad que predicamos, ser también campo de experimentación del Reino en nuestras personas y comunidades, para poder hablar de lo que vivimos y convertir nuestra vida en un testimonio referencial útil de lo que predicamos. Es lo que hemos querido decir siempre con el “contemplari et contemplata aliis tradere”.