Un proyecto, una ilusión: la Orden de Predicadores

Un proyecto, una ilusión: la Orden de Predicadores

Fr. Ángel Luis Fariña Pérez
Fr. Ángel Luis Fariña Pérez
Convento Virgen de Atocha, Madrid

 

Cuando pensamos, a la luz de la historia, nuestra vocación como dominicos, inevitablemente tenemos que escudriñar los pasos dados para que existiera la Orden de Predicadores. Estos pasos dados por nuestro Padre Santo Domingo, no siempre fueron sencillos de dar, y tampoco estuvieron llenos de facilidades. Santo Domingo decidió no regresar a su canonjía en el Burgo de Osma, porque en su cabeza se empezaba a gestar una idea, un proyecto, una ilusión: crear una Orden Religiosa dedicada únicamente a la predicación de la verdad de Jesucristo con un modo de vida diferente de quienes lo hacían hasta entonces; Domingo, y quienes lo quisieran seguir a lo largo de los siglos, tendrían que predicar siendo pobres.

Cuando queremos hacer algo nuevo, de carácter oficial, es normal que requiera unos trámites, un protocolo a seguir. Con respecto a la fundación de la Orden de Predicadores nos tenemos que remontar, en este aspecto, a las pautas dadas por el IV Concilio de Letrán celebrado en noviembre de 1215. Este Concilio en tres sesiones solemnes durante los días 11, 20 y 30, adoptó decretos para la recuperación de Tierra Santa, para una reforma de la Iglesia y contra las herejías existentes en esos momentos. El canon X recordaba que el deber de predicar compete solo al obispo, pero además contemplaba la posibilidad de que si la ocasión lo requería, éste buscase varones idóneos y ejemplares en los que delegar el ministerio de la predicación. El canon XIII supondría el primer inconveniente en el proyecto de Domingo, pues prohibía la fundación de nuevas órdenes religiosas. Sin embargo el papa Inocencio III, que conocía este proyecto y consciente de la importancia de la obra de Domingo, le encargó que eligiese una regla de vida religiosa de las que existieran hasta ese momento, interpretando así de manera bastante holgada dicho canon XIII.

En enero de 1216 terminaban las gestiones en Roma y Domingo viaja a Toulouse donde se había instalado con sus frailes. Tenían que resolver una cuestión muy importante: el de la regla que debían procurarse. Inocencio III había exigido dos cosas: que fuera una regla ya aprobada y que, después de deliberar, fuera elegida por unanimidad. Esto quería decir que se tenía que empezar reuniendo a todos los frailes. El 29 de mayo de 1216, día de Pentecostés, Domingo junto con los demás frailes celebran el primer capítulo. Eligen, unánimemente, la regla de San Agustín. Incluyen, además, unos estatutos propios donde se imponían algunas observancias más estrictas. Era un viejo uso este de completar una regla con una especie de código al que se le llamó al principio costumbres; más tarde se denominó estatutos, instituciones, constituciones. Estos textos se referían a la vez a la organización misma de la comunidad y a las observancias que tenían que seguir.

En julio de 1216 se solucionó otro inconveniente existente; se les concede, con ciertas restricciones impuestas por el cabildo de la catedral de san Esteban, la Iglesia de San Román; de esta forma se solucionaba el problema de la iglesia que les faltaba, en torno a la cual construirán las dependencias necesarias, en torno a un claustro, de modo y manera que cada fraile tuviese su celda en la que poder estudiar y dormir. Todo ello, como no, en la más estricta y rigurosa pobreza. Un dato que hay que destacar sobre la iglesia, es que no es una parroquia; porque el compromiso de predicador es incompatible con la sujeción que suponía el ministerio parroquial.

Ese mismo verano surgió otro inconveniente. Llegó desde Roma la noticia de que el 16 julio había fallecido quien había sido papa desde el 8 de enero de 1198: Inocencio III. Domingo decide, a mediados de octubre, viajar a Roma. Se habían cumplido las dos condiciones que había puesto el fallecido papa: una regla y una iglesia, pero surgía un interrogante: ¿Querrá el nuevo papa apoyar el proyecto? Domingo fue recibido por Honorio III, nuevo papa, a finales de noviembre o principios de diciembre de 1216. Domingo en su corazón solo tenía una inquietud: ¿Mantendría el nuevo papa la promesa de su predecesor?

Pasado el tiempo que tardara en reunirse, antes de Navidad, el consistorio de cardenales que constituían el gran consejo del papa, la cancillería redactó, con fecha 22 de diciembre, el documento tan esperado y firmado por Honorio III, por cuatro obispos y catorce cardenales. Se trataba de la bula Religiosam Vitam, es decir, la bula que confirmaba el proyecto de Domingo. Para hacernos una idea de la oficialidad de esto, una bula es un documento de máxima importancia firmado por el papa con una concesión o un mandamiento, en el cual se imprime el sello pontificio. Esto indicaba que se iniciaba inmediatamente y con el privilegio otorgado, la protección de la Santa Sede. Es el reconocimiento oficial de la comunidad que ha hecho de San Román su sede. Además Domingo y su proyecto cuentan con el apoyo incondicional de alguien que será relevante, como iremos viendo en artículos sucesivos: el cardenal Hugolino.

A la bula de confirmación, que contempla la Orden como institución canonical en la iglesia de san Román de Toulouse, siguió otra bula del mismo papa con fecha del 21 de enero de 1217, en la que les confirma en el nombre y misión de Predicadores. Domingo había conseguido su propósito: fundar una Orden que fuera y se llamase de Predicadores. No le quedaba más que predicar y engendrar predicadores.

Los que nos sentimos identificados con Santo Domingo nos fascina su libertad. La libertad de un predicador itinerante pobre; libertad para fundar una Orden distinta de las que existían hasta entonces. Santo Domingo se sintió libre para aceptar las decisiones de los hermanos reunidos en Capítulo, incluso cuando no estaba de acuerdo con ellas. Era la libertad de una persona compasiva, que se atrevió a ver y a reaccionar. De Domingo y de los primeros hermanos, hemos heredado una forma de gobierno que nos libera para responder con compasión a los que tienen hambre de la palabra de Dios, porque la fundación de la Orden fue un acto supremo de creatividad.

Los que hemos asumido en nuestra vida el proyecto de Domingo, creemos que la Orden es el lugar en el que podemos esperar y crecer en su libertad, con indecisión y con muchos errores, pero seguros de la misericordia de Dios y de los hermanos.