La Oración

Fr. Vicente Botella Cubells
Fr. Vicente Botella Cubells
Real Convento de Predicadores, Valencia

En este sentido, la relación de la fe, como la orante, alberga una neta asimetría: entre Dios y el ser humano hay una gran distancia. Esta diferencia, precisamente, ayuda a entender la clave principal de la oración: su protagonista es quien más peso tiene en la relación. Dios, pues, es el gran actor en la experiencia orante. Orar, cabe deducir, no es tanto hablar con Dios sino dejar que Dios nos hable. Vamos a verlo de la mano del mejor maestro orante para los cristianos: Jesús de Nazaret.


Todos los entendidos coinciden en señalar que el sentido y la intención de la oración de Jesús están incluidos en la expresión Abba (Padre, Papá) con la que se dirigía a Dios. Abba encabeza y resume la oración del Nazareno. Es una simple y escueta palabra pero recargada de significado. Una primera idea se avanza de este hecho: orar no es hablar mucho, como si, por emplear más palabras, hubiera más probabilidades de ser escuchados (cf. Mt 6, 7).

Tampoco es recordarle a Dios lo que ha olvidado por despiste o sobrecarga de trabajo. Orar es nombrar, para ponerse en su presencia, a quien explica quiénes somos y nos comprende porque es nuestro Padre. Y es que Jesús, cuando se dirige a su Padre en la oración, quiere sencillamente que Dios sea Dios en su vida. Y, lo que más sorprende, lo hace para ser más dueño de su propia existencia. Es decir, el Nazareno sintoniza con quien es el sentido de su vida para que su vida tenga más sentido. Una segunda lección brota de esta circunstancia, el movimiento orante, además de no estar recargado de palabras, tiene mucho más de pasivo que de activo, de recepción que de emisión. De nuevo, hay que fijarse en el Nazareno para entenderlo. El Jesús orante, centrado en su Padre, deja que el Abba resuene en su interior, le hable, ore en él. Cuanto más protagonismo adquiere el Padre en la oración, tanto más Jesús es él mismo.

La oración, por tanto, abre al diálogo con Dios, pero lo maravilloso es que Dios siempre tiene algo más importante que decir que lo que nosotros podamos confiarle. En la oración Dios mismo se nos dice y se nos da. Desde aquí se entiende, con un poco más de nitidez, que la verdad de la oración sea, como encontramos en la plegaria de Jesús, el hágase tu voluntad y no la mía. La comunión con el querer de Dios, el dejar que el Padre oriente la propia existencia, es lo más secreto y sagrado de la oración. La oración, lo reiteramos, más que hablar a Dios es dejar que Dios hable en el interior del orante para que éste se identifique con la palabra divina. Por este medio, y es otro punto a retener, la oración logra divinizar al orante, al receptor del hablar de Dios.

La oración como sintonía divinizadora con el Padre, como comunión en Dios, sólo es posible gracias al Espíritu. Dios por medio del Espíritu ora en nosotros. San Pablo, con gran clarividencia, lo expresaba escribiendo a la comunidad de Roma cuando dice: “el Espíritu viene en ayuda de nuestra flaqueza. Pues nosotros no sabemos cómo pedir para orar como conviene; mas el Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos inefables” (8,26). El meollo de lo que se llama contemplación reposa igualmente sobre estos mismos principios.