El estudio en la Orden de Predicadores

El estudio en la Orden de Predicadores

Fr. Bernardo Sastre Zamora
Fr. Bernardo Sastre Zamora
Convento de santa María Sopra Minerva, Roma

Según el Diccionario de la lengua española (RAE y ASALE), el estudio podemos definirlo como el «esfuerzo que pone el entendimiento aplicándose a conocer algo», o bien el «trabajo empleado en aprender y cultivar una ciencia o arte». Dejando de lado sutilezas técnicas que diferenciarían esfuerzo de trabajo —o, al menos, así sucede en física…—, básicamente podemos concebir el estudio como un proceso cognitivo mediante el cual somos capaces de adquirir y desarrollar conocimientos (que se traducen en forma de cultura, especialidades académicas, interés por temas concretos…), así como destrezas artísticas (tocar un instrumento, bailar una danza, pintar un cuadro…).

Aristóteles: «Todos los hombres desean por naturaleza saber»

Centrándonos en el aspecto más intelectual, hay que notar que el estudio puede considerarse un fin en sí mismo, pero también se trata de un medio fundamental. Sin embargo, no hemos de caer en el otro extremo de instrumentalizarlo demasiado, pues esto lo convertiría en una mera herramienta para conseguir objetivos más o menos inmediatos (como aprobar un examen, obtener un título académico, presumir de lo aprendido, etc.). Cierto es que el estudio nos permite sacar buenas (o no tan buenas) calificaciones, pero este es solo un minúsculo aspecto de todo el inmenso potencial y misterio que encierra.

Entonces ¿cómo hemos de considerar el estudio? El estudio es una actividad humana, pero nos habla de Dios a través de nuestra razón y nos lleva hacia él de una manera muy poderosa. Esto puede verse claramente, por ejemplo, al estudiar cuestiones de ciencias naturales o teología: las primeras ahondan en la creación, mientras que las segundas se orientan al Creador mismo. El hecho de que el mundo que nos rodea sea cognoscible y presente tales niveles de complejidad no debería dejar de asombrarnos en ningún momento; es más, esto puede darnos una ligera idea de la grandeza e infinitud de Dios, y acercarnos de ese modo a sus atributos y perfecciones (verdad, bondad, belleza, justicia, amor, sabiduría, santidad…).

El gran filósofo Aristóteles afirma al comienzo de su Metafísica esta sabia sentencia: «Todos los hombres desean por naturaleza saber». Esto quiere decir que todos tenemos, si bien en mayor o menor grado, cierta inclinación innata al saber, al estudio, que en algunas personas se personifica incluso en una vocación de estudio, un interés casi espontáneo por conocer en profundidad numerosos campos del saber.

Lo mejor de todo es que el estudio no solo nos permite crecer intelectualmente, sino también afectiva y, sobre todo, espiritualmente. Santo Tomás, en sus Comentarios a la Metafísica aristotélica, se aventura a exponer tres razones que den cuenta de este natural deseo de comprensión: «(1) porque todo lo imperfecto desea la perfección; (2) porque toda sustancia está inclinada a realizar la operación que le es propia, siendo para el hombre el entender; (3) porque el hombre, a través del entendimiento y la ciencia, se une con la Inteligencia Suprema y posesión de la perfecta felicidad». Es decir, desarrollar nuestras capacidades cognitivas no solo nos va perfeccionando en el resto de cualidades, sino que además nos produce una satisfacción y felicidad incomparables. Todo esto debería animarnos a proseguir con esperanza el camino del estudio, por muy costoso que se pueda volver en algunas ocasiones.

En resumen, el estudio nos va proporcionando herramientas para ir afrontando mejor tanto las alegrías como las contrariedades de la vida. Además, es especialmente útil para detectar y denunciar las injusticias de nuestro entorno, producidas, o bien por la instrumentalización de la verdad (fundamentalismo), o bien por su descrédito e incluso rechazo (relativismo y escepticismo).

«Contemplar y dar a los otros lo contemplado»

Más concretamente, el estudio en la Orden nos va perfeccionando en el camino del seguimiento de Cristo según los pasos de Nuestro Padre santo Domingo, quien, aun habiendo vendido muchos de sus libros en aquella gran hambruna palentina (movido por su inmensa caridad y compasión), nunca dejó de lado el estudio, a pesar de la intensa actividad apostólica que llevaba a cabo: mediante una sólida formación, logró hacer frente al ministerio de la predicación en aquellas difíciles condiciones sociales y eclesiales; igualmente, tampoco abandonó la continua meditación de la Escritura durante sus largos e intensos momentos de oración.

Finalmente, me gustaría terminar recordando uno de los lemas de la Orden: «contemplari et contemplata aliis tradere», es decir, «contemplar y dar a los otros lo contemplado». Ciertamente, el estudio en general, y muy especialmente el dominicano, no debería terminar encerrado en sí mismo, sino que está llamado a compartirse con el prójimo, al igual que la alegría o la amistad. De hecho, a medida que se va progresando en el estudio, uno se mueve casi instintivamente a querer regalar a los demás todos los nuevos e interesantes conocimientos que ha ido aprendiendo, como inevitablemente impulsado por algo que salta en la interioridad de su persona… ¡He aquí la fascinación del estudio!