Altanería y humildad
Domingo XXX del Tiempo Ordinario
Mirad lo que dice el libro del Eclesiástico: “El Señor es un Dios justo que no puede ser parcial contra el pobre, escucha las suplicas del oprimido, no desoye los gritos del huérfano o de la viuda cuando repite su queja” (Si 35, 12-14). Qué tranquilidad me da estos versículos, y cuánta intranquilidad cuando leo el evangelio que ahora nos ocupa. Porque al ser fraile dominico, perdón, porque al intentar serlo todos los días, y en todos los momentos, con los que me gustan y con los que no me gustan, me pregunto si será válida mi oración en algunos momentos y si verdaderamente Dios se pone en sintonía conmigo y yo con Él.
Ninguno de los dos personajes son malos, ya los vemos, el fariseo ora desde el estricto cumplimiento de la ley, se vanagloria, se viste de las altas galas del triunfo, soy mejor que estos, me has hecho mejor que a ellos, como si la creación tuviese grados y escalafones, el evangelio no le condena por su piedad y rectitud moral, sino por hacer depender la búsqueda de Dios del cumplimiento exacto de la Ley. En cambio vemos la actitud del que se sabe pecador, en primer lugar a los ojos de su pueblo dada su relación con el invasor, en segundo ante sus propios ojos, por ultimo ante el juicio de Dios, el publicano es alabado no por las injusticias que a veces comete, sino por su capacidad para reconocerse necesitado de perdón. Si en el primero encontramos la autosuficiencia humana de no necesitar a nadie para su propia salvación, y en este nadie está incluido el Señor. En el segundo encontramos la humillación del que no puede nada, del que nada es. ¡Señor o me ayudas o no me salvo!, es decir, es el Señor el que construye y da la gracia, él sólo puede mirar al suelo y no al cielo porque teme con su mirada ofender más a Dios.
Cuando leo la frase; “Oh Dios, ten compasión de este pecador”. Pienso que esta oración es de arrepentimiento, y que en muchas ocasiones esta me falta y ando como huérfano sin ella, aquí veo la conciencia de mi propia deficiencia, no condenar el pecado de los demás, porque no puedo caer en la tentación de colocarme en el papel de Dios.
Así creo que llegaré al reconocimiento de la misericordia divina. Definitivamente y para terminar sólo puedo añadir que no es la oración la que me justifica sino el espíritu que la anima.