AMAR ES UN DEBER - VI DOM DE PASCUA
Con la mirada puesta en Pentecostés, el evangelista nos recuerda que quien ama a Jesús guarda sus mandamientos (cf. Jn 14,15). Amar a Dios significa cumplir su mandato (cf. Dt 4,6-9): esta idea es muy clara en el Antiguo Testamento, y toda la enseñanza de Jesús se basa en el mandamiento del amor (cf. Mt 22,36-40).
El amor es lo más decisivo; en este sentido, el amor no es principalmente una cuestión de objeto, de encontrar a alguien que me guste, sino de querer amar o, si se prefiere, de obedecer. «El que tiene mis mandamientos y los lleva a la práctica ese me ama» (Jn 14,21). Esta relación entre el amor y el mandamiento puede parecer rara ¿cómo puede ser el amor un mandamiento?
El filósofo Kierkegaard da una respuesta convincente: «Solo cuando existe el deber de amar, solo entonces el amor está garantizado para siempre contra cualquier alteración; eternamente liberado en feliz independencia; asegurado en eterna bienaventuranza contra cualquier desesperación».
¿Esto qué quiere decir? Pues muy claro: que el hombre que ama verdaderamente quiere amar para siempre. El amor necesita tener como horizonte la eternidad; si no, no es más que una broma, un «amable malentendido» o un «peligroso pasatiempo». Amar es un anticipo de lo eterno. Por eso, cuanto más intensamente ama uno, más percibe con angustia el peligro que corre su amor, peligro que no viene de otros, sino de él mismo. Bien sabe que es voluble, y que mañana, ¡ay!, podría cansarse y no amar más.
Los cristianos tenemos el deber de amar y de amar hasta el extremo como nos enseñó Jesús. El deber sustrae el amor de la volubilidad y lo ancla a la eternidad. Quien ama es feliz de «deber» amar; le parece el mandamiento más bello y liberador del mundo.