“Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo”
2º Domingo de Pascua
Suena muy bien que Jesús entre en mi casa, que me desee la paz, y que yo me alegre por su presencia, ¡qué comodidad más grande! ¿Es esta la forma en que Jesús no llama, visitándonos?. Alegría y paz son dos sentimientos que nos seducen al Amor, a la vocación, pero que si nos quedamos en el mero sentir, nos pueden llevar a la comodidad, la despreocupación e incluso a la indiferencia ante el mundo, pecado grave contra el prójimo. Jesús entra en nuestro corazón para derribar los miedos a anunciar la Buena Nueva de su Resurrección. Esta conversión, esta transformación es dada por el Espíritu, lo que nos permitirá ser portadores de esa alegría y esa paz. Entra en casa como una invitación a la predicación hacia el mundo. Es por tanto una entrada que se transforma salida mediante la acción del Espíritu Santo, en la que hemos sido fortalecidos y transformados por Él, despojándonos de nuestros miedos. Así nos hacemos partícipes del misterio salvador del Padre al mandar a su Hijo.
El Padre ha enviado a su Hijo a nuestro mundo, a nuestra realidad, a anunciar un reino distinto, que se erige sobre la justicia. ¿Cómo no estar llenos de paz y alegría ante este anuncio? Así, viviendo con y en estos dos sentimientos, la justicia toma sentido, logra su objetivo, se orienta hacia su fin, que es la felicidad del hombre y de la humanidad entera. Experimentando la alegría y la paz, los hijos de Dios, nos damos cuenta de que realmente somos enviados por el Cristo Resucitado. La Paz, alegría y justicia que nos marca el evangelio de este domingo, son los ejes que definen la vida cristiana. Todos los que somos interpelados por Jesús y transformados por el Espíritu, sentimos que el mensaje debe sustentarse en estos sentimientos. Sólo poniéndonos en camino, descubriremos a Cristo en todo prójimo, en todo excluido. Esto hace la alegría, abrirnos a la experiencia de la fuerza que nos da el evangelio.
Vivir en paz, no quiere decir vivir en la pasividad, porque se opone a aplicar la justicia de este Nuevo Reino. Muchos creen que la vida cristiana se puede vivir desde la pasividad o comodidad donde nadie molesta. Pero no es así, el Espíritu Santo nos interpela a trabajar para construir ese Reino, no hay tiempo para quedarnos quietos en nuestras preocupaciones. El ser enviado, nos pide movimiento, vivir sin miedo, con audacia de fe, porque allá dónde se nos envíe, habremos de ir con la alegría y la paz que hemos recibido. ¿Cómo ser si no anuncio de la liberación del Reino? Esa es la intención de este Cristo, que la alegría y la paz sea los pilares de este Reino.
Caminar en la vida cristina sabiendo las inseguridades con las que nos podemos topar pero teniendo como certeza radical que la Resurrección de Jesús es real y que no necesitamos tocar sus heridas porque las tocaremos en los miles y miles de prójimos que nos rodean. Heridas de la marginación, exclusión de las cuales tenemos que saber dar los medicamentos que corresponden a esas heridas y una de ellas es la acogida y la defensa al hermano olvidado. Esas heridas son las que nos tienen que interpelar y hacer tomar conciencia de quienes sufren en este mundo. Y no seamos incrédulos ante estos abusos sino más bien, tener la capacidad de reconocer esas desgracias. Tener la audacia de denunciarlas.