El amor a Dios y al prójimo - DOMINGO XXXI DEL T. O.
Casa de Santa Rosa de Lima, Santiago de los Caballeros, República Dominicana
Es interesante el relato que nos presenta hoy el evangelista Marcos, en donde nos indica que un escriba, y por tanto conocedor de la ley, interpela a Jesús con la siguiente pregunta: «¿Cuál es el primer mandamiento de todos?». Sabemos que para los rabinos hablar de la ley no es cosa de uno ni dos mandamientos: se trata de varios, y decir que uno era más importante que otro podría quitarle fuerza a los demás. Podemos decir que el problema radicaba en que no estaban de acuerdo en la importancia de unos frente a otros. A esto Jesús le responde citando la oración que ellos rezaban tanto en la mañana como en la tarde: amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a uno mismo. Es un resumen de toda la Biblia; es la misión del Reino.
Amar a Dios y amar a mi prójimo son dos acciones que no pueden ir separadas: si amo verdaderamente a Dios amo también a mi hermano. Quizás sea más fácil hablar del amor a Dios, pues no lo vemos, que del amor a mi hermano o a mi enemigo. El amor es uno de los mayores signos que nos presenta Jesús en su mensaje. Hoy en día hablar de amor quizá puede sonar un poco anticuado, pues vivimos en una sociedad capitalista e individualista, en donde el materialismo ha querido entrar y carcomer nuestros corazones. Amar significa adentrarse en la piel del otro, ese otro que es mi prójimo, que es mi hermano, aquel olvidado por la sociedad: el inmigrante, la prostituta, el niño que anda por las calles pidiendo, aquel que ha cometido un error y está en la cárcel… Amar a esas personas a pesar de su condición, ese es el verdadero amor que nos propone Jesús. Me puedo imaginar la entrada al Reino con un letrero que diga así: «Amar a Dios y a tu prójimo».
Pero, como frailes dominicos que somos, ¿estamos exentos de estos dos mandamientos? No, pero lo cierto es que muchas veces estamos más pendientes de las leyes, de las tradiciones mal entendidas, de lo que hacen o dejan de hacer nuestros hermanos o de la rigidez de las normas, y nos olvidamos de estos dos mandamientos, que tienen una palabra central: el amor. Es un ejercicio el poder amar y ser amado: nuestras comunidades deben aprenderlo, para poder ser transmisoras de una verdadera predicación. Me gustaría terminar con una frase de ese gran filósofo e historiador francés, Voltaire: «El amor es la más fuerte de las pasiones, porque ataca al mismo tiempo a la cabeza, al corazón y al cuerpo».