"El Dios de la alianza" Domingo V de Cuaresma, Ciclo B (Jn 12, 20-33)
Mientras escribo estas palabras como comentario a las lecturas de este domingo V de Cuaresma, me resulta inevitable tener presente el contexto en el que vivo: elecciones autonómicas al parlamento de Andalucía (comunidad autónoma del sur de España). Llevamos varias semanas escuchando a políticos de todos los partidos recorriendo pueblos y ciudades presumiendo de éxitos (pocos en algunos casos), justificando sus fracasos (son siempre los demás los que tienen la culpa) y pidiendo la confianza de los ciudadanos en base a una serie de proyectos con los que harán cosas estupendas (podrían haberlas hecho antes). La política es así. Por lo menos tal como la tenemos montada en nuestro país.
No sé si a nadie se le ocurre pensar que una vez que se convocan la elecciones son justamente las palabras lo que sobran y los hechos los que hablan. Porque si la política –que es el arte de gobernar a un pueblo- consiste en defender simplemente unas ideas y tener una buena oratoria para enfrentarse dialécticamente al adversario, me parece que se olvida lo fundamental: las personas. Personas sobre las que recaen las leyes que los políticos promulgan; familias que sufren las consecuencias de la mala gestión de sus gobernantes y por ello pasan necesidad; pueblos y ciudades que ven cómo se reducen sus servicios de atención al ciudadano; gente de pocos recursos que se encuentran totalmente desamparados y acaban excluidos de la sociedad. Y lo más vergonzoso: políticos que se aprovechan de sus cargos para enriquecerse o beneficiar a sus amigos, con nuestros impuestos o con nuestros ahorros. Y para algunos de esos políticos (los de izquierdas, digámoslo claro) la Iglesia es una de los grandes estorbos para que un país prospere.
Se acabó la política. Vamos a la Palabra de Dios.
La alianza no se lleva en la mano
Cuando Ezequiel habla al pueblo de Dios (deportado y cautivo en Babilonia) no promete leyes más justas ni mejores condiciones. No se pone en la piel del político que hace promesas para que le voten. No lleva papeletas con un programa artificial que luego puede quedar reducido a la nada, según las condiciones sean favorables o no. Las promesas que salen por la boca se las puede llevar el viento. Ezequiel trae un mensaje de Dios. El Dios que te recuerda que su política es apostar siempre por ti, aún a riesgo de perder Él. El Dios que no crea partidos sino alianzas, pero no alianzas de las que se llevan en la mano, como la de los esposos u otros signos de consagración (como el hábito de los religiosos, que es el signo de que pertenecemos a Dios): es una alianza que se lleva en el corazón. Entonces ya no tienes escapatoria. Dios no es político, es amante. No hace programas electorales; hace una historia de amor. No hace leyes para ver si tiene súbditos rebeldes o desobedientes: es un amante que no logra hacer entender su amor.
A un político que no cumple le llamamos indigno, corrupto, inútil… y votamos a otro que, por lo menos, prometa cosas mejores. A un Dios que quiere ganarse tu corazón y que lo hace todo por puro amor, no se le puede reprochar nada… a no ser el que nos haya amado demasiado y por tanto seamos nosotros los ingratos y los culpables. Me temo yo que si pudiéramos votar a Dios cada cuatro años, muchos lo harían esperando encontrar un dios menos exigente y más “político”…
No sólo los padres lo pasan mal con sus hijos
Parece que a los padres siempre les toca sufrir. Y no sólo por las condiciones laborables (el que tenga la suerte de tener un trabajo) sino por las condiciones familiares. Se ha extendido la mala costumbre de tener hijos felices a base de no negarles nada. Los padres temen el drama que se puede originar en el hogar cuando a un hijo se le niega la tablet 9 (o cualquiera de esos aparatos de última generación, que yo ya estoy un poco fuera de juego en estas tecnologías). Los hijos están convencidos de que obedecer a los padres retrasa su madurez y coarta su libertad. Se sienten desdichados porque los padres no hacen otra cosa que negarles sus sueños. Pero la carta a los Hebreos nos recuerda que obedecer es una virtud. Y una virtud que comporta sufrimiento.
Cristo no se hace el héroe. La perspectiva de la cruz le atemoriza y hace desaparecer su imagen devota: de su boca saldrá un grito, no palabras ejemplares. No nos ofrece respuestas, sino una gran pregunta: pregunta que atraviesa la historia y todavía nos hiere al llevar la cruz o verla sobre los hombros de otros torturados por el mundo: ¿Por qué me has abandonado? El sufrimiento también es pedagógico. Que tus padres o superiores te escuchen no significa que te lo den todo, porque entonces te estarían anulando a ti mismo y acabarías siendo un ser sobreprotegido e incapaz de enfrentarte a la vida. Además cada cosa tiene su tiempo: el que no sabe obedecer cuando le toca, no sabrá mandar cuando le corresponda. Nosotros sabemos, gracias al ejemplo de Cristo, que obedecer la voluntad de Dios se convierte en amor fraterno hacia los hombres. Y si el dolor se acepta por amor, nos convertimos en colaboradores de Cristo para la salvación del mundo. Casi nada.
Cuando hay hechos, sobran las palabras
Cristo no hace política para ganar adeptos. Más bien los acaba perdiendo (recordemos que hasta los apóstoles huirán como conejos en Getsemaní), porque sus palabras no son para quedar bien, sino para salvar. Y por eso la semilla tiene que morir: “Si el grano de trigo muere, da mucho fruto”. Si Cristo se hubiera dedicado sólo a ridiculizar a los fariseos y maestros de la ley, a montar un consultorio de milagros, a promocionar perfumes de incienso o a publicar colecciones de parábolas en edición facsímil… hubiera sido una gran estrella en su momento. Pero hoy sólo nos quedaría un mero recuerdo histórico. Un personaje famoso de las revistas del corazón.
Lo bueno de esto es que nosotros mismos somos fruto de aquella semilla que murió. Una semilla que ha dado una gran cosecha de hijos. Una gloria que se ha hecho esperar, pero que ha sido posible porque no hemos tenido un político que se ha quedado en su despacho. Es tu Dios y tu Señor que ha bajado del cielo para mostrarte el camino de la gloria: la humildad. El sufrimiento, la obediencia, perder la vida… parece algo terrible. Nadie está preparado para eso. Pero ahora sabemos que si no duele no es amor. Que si no se sufre no se aprende. Que si no se entrega la vida, se pierde. Y ahí está la gracia: no se pueden hacer promesas para cuatro años. La promesa de Cristo es la vida eterna. No hace falta que corras mucho ni que prometas mucho. Basta con que creas mucho y no tengas prisa. Si tienes fe, lo demás lo hará el Señor.
Queremos ver a Jesús
Santo Domingo quería ver a Jesús no solamente en cada hombre, sino especialmente en la Iglesia, desfigurada en su momento por la corrupción y la herejía. Su opción fue la humildad, la obediencia, la penitencia, el desprendimiento. Por eso también fue una semilla que fructificó. Ése debe ser el ejemplo para los dominicos de hoy.