"El hombre y la mujer, un gran proyecto de amor" (Domingo XXVII TO - Mc 10, 2-16)
La antigua sociedad judía en la que vive Jesús, al igual que en cada tiempo y cultura, tuvo sus peculiaridades: fue una sociedad patriarcal en la que las mujeres y los niños estaban sometidos al varón; con fuertes conflictos avivados por los grupos más radicales o por los maestros en la Ley, que querían justificar la figura del esposo y, por lo tanto, sus decisiones. Se unía a esto un clima de fuertes tensiones, de rigorismo e incluso de egoísmo a la hora de interpretar la Ley, de señalar aquello que es lícito para repudiar a la mujer, como si ésta fuese un mero objeto. Podían llegar a tal punto estas situaciones que, porque la mujer hiciese algo molesto a los ojos del marido, ya podía éste divorciarse de ella y repudiarla.
Pues bien, es en este contexto en el que quieren poner a prueba a Jesús, según el texto del evangelio. Para comprender mejor la situación hay que remontarse a los tiempos de Moisés: en el libro del Deuteronomio se nos narra todo lo referente a la ley del divorcio, que se apoya principalmente en los privilegios patriarcales. Pero Jesús denuncia estas normas, diciendo que se sostienen en "la dureza del corazón de los hombres", lo cual convierte el mensaje de Dios en algo arbitrario, que favorece la exclusión del más débil, en este caso, la mujer. Pero lo de Dios no va por ahí: Jesús sale al paso de quienes le escuchan remontándose al pasaje de la Creación. Dios creó al hombre y a la mujer, y los creó para un proyecto grande, de amor. Los crea para un encuentro, y lo que les da vida y plenitud es ese encuentro con el otro vivido desde el amor.
“Abandonará el hombre a su padre y a su madre, se unirá a su mujer y serán una sola carne”. Es decir, formarán una unidad, tendrán el coraje de luchar a diario para que el amor sea su alimento cotidiano. Porque su entrega a la unidad se fundamenta en un amor mutuo, del uno al otro, un amor que quiere mirarse en el Creador. San Pablo, en su "himno a la caridad" (1 Cor 13, 1-13), da algunas pinceladas de cómo debe ser ese verdadero amor, cómo es la única realidad que va a permanecer para siempre y, por tanto, a la que están llamados los esposos. El amor es paciente, no lleva cuentas del mal, sino que goza con la verdad, es una donación total que, si buscamos su origen, lo encontramos en el amor de Dios que se nos ha manifestado en la entrega de su hijo Jesucristo.
“Abandonar la casa paterna” para formar un hogar implica algo sagrado, importante; esa acción debe llevar el sello del amor, puesto que los esposos están llamados a crear vida. Vida porque esta unión es indisoluble, inseparable: “¡ésta sí es huesos de mis huesos y carne de mi carne!”. Unión, por tanto, impregnada de fidelidad, abierta siempre a la vida fecunda, iluminada y sostenida hacia otro. Acogiendo siempre con misericordia y con ternura ese barro y miseria que hay en el otro, para transformarlo en punto de apoyo, en amor que hace posible que se siga el camino hasta el final, en la comunión de una sola carne.
La sociedad de hoy día tampoco nos ofrece mejores ofertas que aquella en la que vivió Jesús; todo parece que ésta desdibujado, que ha perdido el brillo o ese colorido que hace a las personas soñar, bien sea en el matrimonio o en la vida religiosa: ¡parece que todo pertenece al mundo de las fábulas! Por eso, debemos despertar y trabajar con empeño por reflejar esa luz que irradian los hombres y mujeres que son imagen de su Creador, la luz del Amor.