El Resucitado cambió la vida de los apóstoles (III Domingo de Pascua C -Jn 21, 3-19)
Las autoridades religiosas judías se equivocaron con Jesús de medio a medio. Pensaron que matándole, de manera injusta, su persona, su memoria, iba a desaparecer para siempre. Ya nadie volvería a hablar de él. Grave equivocación.
Porque Jesús, venció a la muerte, resucitó. Se apareció varias veces a sus amigos, a sus seguidores más cercanos, para que creyesen de verdad que había vuelto a la vida. Y los apóstoles siendo los mismos, fueron otros. Seguían siendo los mismos, con sus mismas cualidades y sus mismas limitaciones. Pero la experiencia de encontrarse de nuevo con Jesús vivo, después de su muerte, les cambió. De ser aquellos hombres que abandonaron a Jesús dejándole solo, que huyeron despavoridos y desconcertados ante la crucifixión de su Maestro, pasaron ahora a hablar de él y de su buena noticia con una valentía y una libertad desconocida para ellos mismos. No podían callar lo que habían visto.
El sumo sacerdote y los de su partido estaban desconcertados. No salían de su asombro. Los apóstoles estaban empeñados en proclamar a los cuatro vientos que el Jesús a quien ellos habían colgado de un madero estaba vivo y les impulsaba a hablar de él y a predicar lo que él les había enseñado. Estaban fracasando en su intento de matar a Jesús para siempre. Les metieron en la cárcel, les azotaron, les prohibieron hablar de Jesús, pero los nuevos apóstoles, seguían en sus trece, no había fuerza humana que les hiciese callar acerca de Jesús, el resucitado. “Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres”.
Esta reacción de los apóstoles es una prueba fuerte de la resurrección de Cristo. ¿Qué pudo cambiar a aquellos hombres miedosos, acobardados, huidos en el momento de la crucifixión de Jesús, con Pedro a la cabeza, y hacerles pasar de la fuga y de la negación a ser estos hombres que ahora con valentía y decisión no paraban de proclamar que Jesús había resucitado? Solo lo explica la experiencia deslumbrante de que Jesús, el que había muerto, verdaderamente ha resucitado y se les ha aparecido. Ahora ellos no podían entender sus vidas sin Jesús. Jesús, el Resucitado, estaba de nuevo con ellos, por eso eran capaces de hacer todo lo que estaban haciendo.
Parece evidente que lo de los apóstoles, proclamando a Cristo resucitado, lo de la comunidad de sus seguidores, que es la Iglesia, después de XXI siglos de existencia es cosa de Dios. Aunque también es cosa de hombres, con trigo y cizaña en sus corazones. Y, a veces, por culpa de la cizaña no todo ha sido seguir a Jesús en este tiempo, aunque la mano divina de Jesús es más fuerte que las debilidades humanas de todos nosotros sus seguidores y, por eso, la Iglesia sigue adelante.
El evangelio de hoy nos narra cómo los apóstoles han pasado toda la noche pescando y “no cogieron nada”. En medio de este fracaso, se les aparece Jesús, les anima y alienta diciéndoles que va a seguir con ellos, y que podrán pescar más o menos peces, más o menos hombres para el evangelio, pero lo importante es que él sigue con ellos. Acompañándoles en sus tareas y dando sentido y esperanza a sus días y a sus noches.
La escena de Jesús y Pedro en este lago de Tiberíades es el reverso de Jesús y Pedro en la pasión. En la pasión, Pedro huye, niega conocer a Jesús, tiene miedo de que le salpique la sangre de Jesús. Ahora Pedro es otro, no huye de Jesús, sino que se tira al agua al encuentro de Jesús. Y Jesús, recordándole sus tres negaciones, le hace por tres veces la pregunta más comprometida: “Pedro ¿me amas? Señor, tú lo sabes todo, tú sabes que te quiero”. Y de nuevo le dice: “Sígueme”.
Hoy día, para ocupar cualquier puesto en la sociedad, para ser médico, conductor de autobuses, abogado, bedel de la universidad te hacen un examen. A todo el que se encuentra con Jesús, él también nos hace un examen, con una única pregunta: “Pedro ¿me amas?”. Pues si me amas, “sígueme”. No te voy a dejar solo. Pienso acompañarte todos los días de tu vida hasta que resucites en el cielo nuevo y en la tierra nueva prometidos. Ojalá podemos responder lo mismo que Pedro: “Señor, tú lo sabes todo, tú sabes que te quiero”. Y cuantas veces sean precisas, nos volverá a decir: “Sígueme”.