“Joven: deje que el fruto caiga por su peso”

Fr. Néstor Rubén Morales Gutiérrez
Fr. Néstor Rubén Morales Gutiérrez
Convento di Santa María sopra Minerva, Roma

  Había en mi pueblo un cuadro, pintado en la pared de la casa de las religiosas de la Congregación de Santo Domingo “Dominicas de Granada”, que decía lo siguiente: “mandaba Domingo a los frailes a predicar para la salvación de las almas”. Tenía 8 años y me encantaba contemplar la pintura de ese hombre que se veía feliz andando por lo caminos. Con los años descubrí que se llamaba Santo Domingo, que era poco conocido y que había dado a la Iglesia su vida a través de la predicación. Por mi mente no había pasado la idea de ser sacerdote y menos fraile dominico.

  Tenía 18 años, me habían otorgado la carrera de Psicología y me encontraba haciendo el Servicio Militar Obligatorio en La Habana. Cada día, después de ir al campo de tiros y tener un entrenamiento intensivo, nos movíamos hacia el centro de la ciudad, para trabajar en la campaña de fumigación de cada vivienda y así combatir el dengue en la capital. Cada región tenía un centro de salud. La zona en la que trabajaba, “La Rampa”, tenía el policlínico justo detrás del convento de los frailes predicadores, por lo que, en más de una ocasión, tuve que visitar el convento para fumigar y revisar los depósitos de aguas. Recuerdo la primera vez que lo visité: se encontraba allí fr. Rafael Proenza, fraile cubano que conoce la dureza de un servicio militar y las penalidades por las que pasan los jóvenes durante el tiempo que tienen que hacerlo. Me recibió afectuosamente, me habló de la Orden a la que pertenecía, de su labor en Cuba y de la necesidad de ofrecer una formación para el pueblo. Yo le conté de mi familia, de mi implicación con la diócesis, de los estudios que quería realizar  y de las religiosas de la Congregación de Santo Domingo que estaban en mi pueblo. Luego, me enseñó los claustros del convento: al subir la escalera había una frase que decía así: “Bienvenido hermano, siéntete como en tu casa”. Esta frase produjo en mí una asociación directa con el cuadro que desde niño contemplaba. Creo que fue en ese encuentro donde sentí por primera vez que Dios quería algo de mí.

  Pasaban los días en el servicio militar, pero el encuentro con el fraile me había marcado. Lo pensaba, lo meditaba, lo recordaba constantemente. Dairon, un amigo del campamento militar, había conocido a los frailes antes que yo y me atreví a compartirle lo que estaba sintiendo. Entonces él me habló de la Orden, del proceso de discernimiento que había iniciado, por lo que me animaba a que me acercara a los frailes y les expusiera lo que sentía. A mí me daba mucha vergüenza hablar de lo que estaba viviendo y dudaba de que fuese posible que Dios me quisiera en ese ministerio; de hecho, rechazaba la posibilidad de verme fraile, no cabía en mi cabeza.



  Pero, me atreví a hablar con Fr. Rafael, necesitaba comunicar las cosas que se movían en mí. La verdad fue que me sentí escuchado, comprendido, animado y para mi sorpresa conocí al padre Pepe y al padre Manuel Uña. Eran tres personas mayores, pero tres mayores felices, y la felicidad de su rostro me quedó impregnada.

  En aquel momento había otros jóvenes que como yo estaban en contacto con los frailes. La comunidad pensó en juntarnos y cada tres meses realizar un encuentro vocacional. Fueron meses muy hermosos, que nos ayudaron a descubrir si aquello que sentíamos se configuraba con la Orden de Predicadores.

  “¿Se puede ser fraile y ser normal?” “¿Es posible combinar la profesión civil con la vocación religiosa?” “¿Qué pensarán mis padres, amigos… cuando les comunique mis intenciones?” Estas y otras preguntas tenían un eco en mi mente. En medio de las marchas constantes, los campos de tiro, el ejercicio intenso, mi cabeza buscaba respuesta. Ya en la última convivencia vocacional durante el Servicio Militar me decidí a dialogar con el padre Manuel Uña y le expresé mis intenciones de entrar a la Orden y comenzar otro camino. El padre me miró a los ojos y me dijo: “Joven: deje que el fruto caiga por su peso, vaya y estudie su carrera de Psicología y recuerde que caminante sí hay camino, lo importante, es caminar”. La verdad es que no me esperaba una respuesta negativa, pero, con el paso de los años he comprendido que ese NO, era un SÍ con calma, sin pausa pero sin prisas.

  Terminé el año militar e inicié la carrera de Psicología. Tuve la oportunidad de disfrutar de los años de universidad, de hacer amigos para siempre, de comprometerme con la diócesis, de amar la profesión y consagrarme a ella y de mantener el contacto con los frailes. Siempre hubo contacto, interés, comunicación. Cada curso universitario lo vivía apasionado por la profesión e ilusionado con el ingreso a la Orden. Siempre que podía iba por La Habana, en donde estaban allí otros frailes cubanos y jóvenes; su normalidad y pasión por el estudio fue algo que me cautivó.

  Finalmente, al terminar los estudios, volví a pedir la entrada y esta vez las puertas del convento de San Juan de Letrán estaban abiertas para mí.  El 1 de septiembre del 2013 comenzaba una nueva etapa en mi vida. Había marchado de casa seguro de mi decisión, pero triste, porque mi madre y mi hermana la mayor no me apoyaban, criticaban mi opción y eso me afectaba. Contaba con el sí de mi padre, de mi hermana menor y el apoyo de mis amigos.

  Al principio fueron meses de reajuste y cambio, todo era novedoso. Un nuevo ritmo de vida y una manera distinta de ser con el otro. Mi yo pasaba a ser un nosotros, porque vivimos en comunidad y a ella respondemos. Las preguntas empezaron a tener respuesta y la respuesta se configuraba con mi ideal de vida. Fue un aterrizar a la realidad y descubrir que nuestra vida se vive con normalidad y en comunidad, que la profesión unida a la vocación hace mucho bien, que los que ya están en la Orden no son ni mejores, ni peores, sino que, simplemente, han llegado antes, que el estudio es siempre fundamental y que Dios pone orden para que los seres queridos vayan comprendiendo nuestra opción, que solo se necesita tiempo.

  Mi experiencia ha sido hacer de cada comunidad mi familia, mi hogar, mi casa, porque en casa siempre nos sentimos cómodos. Ser para el otro un verdadero hermano y priorizarlo, no solo vivir disponible, sino también dispuesto; y, por último, fomentar en mi vida esas virtudes pasivas como la escucha, la paciencia, la humildad, que hacen mucho bien y nos dan mucho equilibrio.

  Ahora que ya visto el hábito de los predicadores, siento que me parezco más a los que han llegado antes, que cada vez que me lo pongo estoy abrazando a cada uno de mis hermanos. Siento que mi vida se sigue configurando con el proyecto que hace 800 años inició Domingo de Guzmán.