
«He aquí al hombre»
El cuerpo de Cristo es el lugar donde Dios ha pronunciado más elocuentemente lo que es el amor.
En su homilía del Jueves Santo en la Basílica de San Vicente Ferrer, el Prior de nuestra comunidad nos recordó que Benedicto XVI vaticinaba que el futuro de la Iglesia sería pequeño y sencillo. Partiendo de esa frase, quisiera evocaros la imagen de una celebración de hace algunos años que me impactó mucho. Para ello, tendremos que volver a la Cuaresma vivida durante la pandemia. Recuerdo aquella celebración del Domingo de Ramos televisada desde el Vaticano, a puerta cerrada, con un rito reducido a lo imprescindible.
Reducida al mínimo, la celebración de ese Domingo de Ramos me resultó muy parecida a la conmemoración del Viernes Santo. En su marcada sobriedad, el Viernes Santo nos recuerda nuestra vulnerabilidad: el altar desnudo es un signo potente que nos remite al que fue despojado de sus vestiduras y colgado en la Cruz (cf. Mc 15,24). En su desnudez, Jesús nos revela algo esencial: nos demuestra que él no se guarda nada, que no se defiende. Cristo se entregó del todo: su cuerpo herido, ofrecido, traspasado; nos dio toda su vida en oblación.
El cuerpo de Cristo es el lugar donde Dios ha pronunciado más elocuentemente lo que es el amor: un amor sin reservas, que se gasta y se ofrece sin medida; un amor que no se queda en palabras, sino una entrega de cuerpo y alma. Cristo nos amó con todo su ser, y de esa manera, nos reveló que también nosotros, que hemos sido creados a imagen de Dios, estamos hechos para amar de la misma forma: de cuerpo y alma, con palabras y gestos, con deseo y voluntad (cf. Ef. 5,2). Este es un amor que nos expone, que nos deja completamente desarmados ante el otro.
En relato de la Pasión según san Juan (Jn 18,1-19,42) que escuchamos en la conmemoración del Viernes Santo, el evangelista nos pone ante un pasaje único en todo el Evangelio. En él, Pilato aparece por segunda vez en escena para presentar a Jesús ante la multitud cubierto de heridas después de haber sido azotado, con una corona de espinas y un manto de púrpura (Jn 19,1-3). En ese momento, Pilato le dice al público: «He aquí al hombre.» (Jn 19,6). En la frase de Pilato hay algo de burla y humillación. En cierto sentido, parece preguntarle al pueblo si ese hombre, ridiculizado y expuesto, es el mismo rey que tanto miedo les genera.
Pero, debajo de ese mensaje, el evangelista deja entrever otro. En ese «He aquí al hombre» también hay una alusión al título Hijo del Hombre anunciado por el profeta Daniel (Dn 7,13), y también una referencia a la encarnación de la Palabra de Dios en Jesús, en quien Dios se ha hecho uno con nosotros (Jn 1,14). Ahora, teniendo en cuenta que, un poco más adelante en la misma escena, Pilato también afirma: «He aquí a vuestro rey.» (Jn 19, 14), podemos ver la ironía que expresa el evangelista en el pasaje.[1] Pilato, sin saberlo, ha proclamado la afirmación culmen de nuestra fe, la verdad que él mismo le había preguntado a Jesús. Ante el pueblo, Pilato ha presentado al elegido de Dios, el Rey que salvará a su pueblo no con la espada, sino con la Cruz.[2]
Cristo es un hombre plenamente realizado.
Pero, tiremos aún más de ese hilo. La escena evidencia una realidad aún más profunda. En el «He aquí al hombre» pronunciado por Pilato, se halla la verdad más honda del ser humano, aquella que el cristianismo nos invita a encontrar en nosotros mismos como imagen de Dios. Dice Véronique Magron, una hermana Dominica de la Presentación, que, como cristianos, profesamos que Cristo no solamente es un hombre real sino que es un hombre plenamente realizado. Así que, cuando Pilato dice: «He aquí al hombre», los creyentes podemos entender que en realidad dice «He aquí la verdad del hombre», por una razón muy sencilla. Para nosotros, Cristo no es sólo un ser humano entre otros: es la revelación de lo que significa ser verdaderamente humano.[3] En Él se nos muestra nuestra propia verdad, nuestra vocación más profunda.
Ciertamente, la verdad del hombre no se muestra en el éxito ni en la fuerza, sino en el don de sí. La sed más auténtica del corazón humano no es un capricho ni un impulso, y puede hacer falta toda una vida para llegar a desvelar lo más auténtico de nosotros mismos.[4] Y el ejemplo más claro es la vida terrena de Jesús mismo. Realizar nuestra humanidad pasa por la plenitud de ese amor, cuyo despojo no apunta hacia un mero sufrimiento, sino hacia un camino de aprendizaje a vivir con el corazón abierto. Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos (Jn 15,13). Así que, al mirar el altar desnudo y al Señor Crucificado, os invito a reconocer que nuestra verdad más profunda está plasmada en esa entrega. Pues, cuando Pilato dice: «He aquí al hombre», lo que verdaderamente nos dice a cada uno es: «He aquí tu verdad»; «He aquí tu Rey»; «He aquí tu camino».
Referencias:
[1] cf. J. Girón Izquierdo, Evangelio Según san Juan, BAC, Madrid 2025, p. 335
[2] cf. J. Girón Izquierdo, op. cit.
[3] cf. V. Margron, La Douceur Inespérée, Bayard Éditions, Montrouge 2021, p. 47.
[4] cf. V. Margron, ibid.