La Sinfonía del Silencio

 

“El Señor me llamó desde el seno materno; ya desde el vientre recordó mi nombre”. Sin duda, esta frase es la que mejor resume mi experiencia vocacional. Esa experiencia y discernimiento que me ha traído hasta el noviciado de la Orden de Predicadores. Pero aunque el Señor me llamara desde entonces no siempre lo he sabido. Cuando uno nace no tiene un letrero en la frente ni un tatuaje que diga “carpintero”, “agricultor”, “médico”, “artista”, “fraile”… No. Eso es algo que uno tiene que descubrir. Algo que uno debe discernir.


     Todos estamos llamados a algo más. Pero quizás el ruido de nuestro mundo no nos deja oír bien. No hablo del mundo exterior, de la creación. Hablo de ese mundo que nosotros mismos nos construimos. Ese mundo que hasta a solas sigue murmurando y no nos deja oír la magnífica sinfonía del silencio. Una sinfonía que nos arrastra más allá, hasta lo más profundo de nuestro ser. Allí donde parece que estamos sólo nosotros. A cada paso, uno puede ir diferenciando sonidos, matices, colores. A veces suenan todos los instrumentos. Otras veces sólo los violines y los violonchelos. El coro a capela. Incluso algún sólo de trompeta. O quedar todo en un verdadero y profundo silencio. Y es ahí donde uno no sólo puede pararse a oír. Sin duda es un camino largo que recorremos muchas veces. Es donde por fin uno puede hacer un parón para reflexionar y escuchar.


     ¿Qué me querrá decir a mí esta música? ¿Qué papel puedo desempeñar yo en esta sinfonía? Y lo más importante: ¿Quién me está hablando? ¿Quién puede estar más dentro de mí que yo mismo, como decía san Agustín, el egregio predicador? ¿No será Aquel que dijera a santo Tomás de Aquino, bien has escrito de mí? ¿Al que el bienaventurado patriarca de nuestra orden, Santo Domingo, pedía misericordia para los pecadores? ¿Qué se le puede decir?


       Más de una vez me he encontrado en esta situación, en este lugar. Entonces han venido a mi mente las palabras del profeta Samuel: Habla Señor, que tu siervo escucha. Y es escuchando en el interior de uno mismo, meditando la Palabra de Dios, trayendo a este sitio nuestro día a día y nuestros anhelos cuando uno se pregunta por quién es y qué está llamado a ser. Quizás una viola. O quizás un clarinete. Puede que una trompeta. Pero hay algo que es seguro. Sea lo que sea lo escoge uno mismo. Dios no obliga a nadie. Más bien es una invitación. Al final el sí o el no dependen de mí. Es una decisión libre. Me adelanté y escogí el instrumento cuyo papel hacía arder mi corazón. Por eso estoy aquí en el noviciado.


      Es un momento para soltarse con el instrumento. Para ver si uno puede interpretar bien la partitura. Un espacio de tiempo para decidir sobre mi idoneidad para tocar o cantar al Señor un cántico nuevo. Un tiempo en el que el diálogo con el director, con Dios, pasa también por las mediaciones de los hermanos. Ellos llevan más tiempo interpretando esta partitura, por eso pueden dar consejos y ayudar con las partes más difíciles. E incluso ver si estoy capacitado o no para estar en su cuerda. Pero aunque aún suenen algunos gallos o se trabe la lengua en el picado, los fallos de la vida cotidiana, sigo el camino dominicano muy contento y feliz acogiéndome a la misericordia de Dios y de mis hermanos.